En la bahía de puerto atlántico hay fondeado
un buque fantasma. No tiene mástiles negros, ni velas de sangre, pero es un
buque fantasma. No se le puede ver, no se sabe cuál es el determinado sitio
donde hundió el ancla. Acaso éste escondido detrás de otros barcos atiborrados
de clérigos españoles y argentinos, que utiliza Comillas para intercambiar la
estupidez hispano-americana y batir el récord de las misas flotantes. El buque
fantasma, indudablemente, es un buque terrible. Desde la misma punta del
espigón han escudriñado nuestros ojos todos los rincones de la bahía, y han
visto: un barco noruego, con un acordeón abandonado sobre un montón de lonas;
hombres claros, azules, de carne de cerámica; un barco inglés, traje de una
sola pieza, de mecánicos sucios, y unos cuellos abiertos, rojos y lisos,
surgiendo de los pechos de mujeres hombrunas… Un barco italiano, con una
cubierta de después del rancho. Estos barcos que tienen el rastro perenne de
unas comidas desagradables de pastas para sopa que se han servido sobre la
cubierta, que se acaban de servir siempre que las vemos, con huellas de migas
de pan y unos zapatos engrasados abandonados a la puerta de un camarote
profundo… Un barco holandés, brillante y polícromo, con esa endurecida
brillantez de los quesos flamencos, y unos marineros intensamente rubios, de un
rubio luminoso que hace esfuerzos por sostener su luz, y que al atardecer
parece que el sol no se refleja sobre ellos, sino que sale de ellos… Unos
ligeros bergantines de Mallorca, otros veleros insulares que van a la costa
africana en busca de un pescado salado y ruin, que llaman sal preso. Y un barco
español que viene de Fernando Poo con clérigos flacos y empleados flacos,
ardidos de fiebre, y unas negritas millonarias bautizadas con agua bendita y
unos sombreros pintorescos con aquellos que en el verano madrileño se suelen
ver por las tardes en el antiguo café y botillería de Pombo… Y en el horizonte,
una gaviota que se va, y junto al malecón las falúas alineadas y las gabarras
de las casas inglesas…
Pero el buque fantasma no se ve. Y hay, sin
duda, un buque que no se ve la bahía. ¿Pues de dónde salen, entonces, estos
cientos de japonesitos que sube las escalerillas del muelle, medio asombrados
de no encontrar un hongo como el que ellos llevan puesto, con primitiva
elegancia europea?…
Estos japoneses salen de ese barco misterioso
que hace muchos días que está fondeado, sin que se le pueda dar ni carbón ni
víveres, porque nadie lo ha visto y nadie cree en él. Los japoneses,
indudablemente, se alimentan de sus hongos; de aquellos hongos, las virtudes de
prestidigitadores que estos japoneses deben poseer, sacan su yantar cotidiano.
El hongo tiene este antiguo prestigio. Nosotros hemos visto sacar de un hongo
serpentinas, palomas, platos vacíos, sortijas, pañuelos de seda. Un ilusionista
italiano, el caballero Wetryk, sacaba un niño de pecho. ¿Cómo no han de poder
sacar, pues, de sus hongos, su propia comida los japoneses?…
Desfilan por el muelle. Alineados militarmente,
parecen un solo japonés visto al través de un prisma que le critica, o con los
ojos torcidos, como hacen los niños para ver dos cosas de una sola. El hongo es
el mismo, un hongo de dónde sale otro hongo, y de este hongo un tercero. Un
juguete de cajitas de cartón, donde se meten unas dentro de otras, hasta llegar
a la más pequeña, en la que no puede caber ya sino una ilusión infantil…
Marquesina y tartanas (1925), por E. Fernando Baena
Cartel del citado prestigitador Wetryk
Los japoneses buscan un carruaje. No hay
carruajes para que todos quepan. ¿Qué hacer? ¿Serán los hongos el importuno lastre?
Y tornan los ojos a la mar. Por un momento parece que van a arrojar los hongos,
que no se perderán, que quedarán flotando sobre el agua como los nenúfares de
Oriente. Flores negras, misteriosas y sagradas, que poseen un símbolo o el
secreto prodigioso de una fatalidad o de una esperanza.
Pero los nipones no pueden desprenderse de sus
hongos. Es como si los tuvieran engrudados en el cráneo, y al intentar
descubrirse hubieran de arrancar con ellos el pelo y el cuero de la cabeza. Los
vemos erizarse, encogerse, tirando desesperadamente por aquellos hongos que
tienen sobre sus achatadas testas una poderosa y violenta fuerza de
civilización europea.
Avanzan, sin embargo. Hay que entrar en la
ciudad nueva con los hongos puestos. Una tartana se acerca. Los japoneses no saben
ninguna palabra fácil. Todas aquellas que pronuncian son difíciles. No se oye;
es como si sonaran turbias, debajo de los hongos… el tartanero abre la
portezuela y los va empujando. La tartana, corriendo después, es una canasta de
setas venenosas que van a un mercado fantástico y maldito.
La luz de las calles coloniales, esta luz de
azul jabón inglés en barras, claras, frenadas, se obscurece al pasar la canasta
de los hongos. Es una nube negra. El sol se paga. ¿Cómo es posible que estos
hombres del sol más antiguo y más ilustre, traigan ésta turbieza agorera y
crucen por el sol sin recuerdos ni sensaciones?
Un chiquillo indígena grita y lo señala con un
dedo: ¡Eeeh!… Los japoneses oscilan sus hongos, y miran asombrados unas casas
duras de cemento, con unos balcones de pesadez catalana. Es un remedo plebeyo
de las casas pseudo-yankees, ventanas estrechas, columnas injustas. ¡Oh, las
casitas pequeñas de madera olorosa, las ventanas rectas y graciosas como los
ojos!… Los japoneses tiemblan. Luego ver un paseo con palmeras, donde se pasean
unas señoritas y unos tenientes, y un cura ventrudo parla con un inglés, y un
alemán llevó unos paquetes enormes y un sombrero de paja extraplano. Y más
allá, un señor de barba sedosa, correcto, limpio-nota de color-que los
japoneses miran sin comprender su importancia local. Es un delegado deHacienda. Los hongos desfilan ante este delgado, sin que nada se estremezca. Y
el delegado comprende lo difícil que es traspasar las fronteras, el esfuerzo
enorme que necesita hacer el hombre para tener una celebridad que avance hasta
el Japón…
Los japoneses ya que han al fin. Y en medio de
la calle se preguntan confusos: - ¿De qué nos sirven estos hongos europeos en
una población civilizada? ¿Es que ya no existen los hongos? ¿Son hoy más
anacrónicos que un kimono y una coleta celeste?…
¡Aquellos dulces hijos de la sagrada Miako
habían creído que el hongo de fieltro podía servirles de baedecker espiritual!…
[10-7-1920]
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