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domingo, 17 de febrero de 2013

"Insulario", de Alonso Quesada/ Desde Canarias-Los hongos del Japón


 Inmigrantes japoneses (1920) (Ubicación fuera de Canarias)

 En la bahía de puerto atlántico hay fondeado un buque fantasma. No tiene mástiles negros, ni velas de sangre, pero es un buque fantasma. No se le puede ver, no se sabe cuál es el determinado sitio donde hundió el ancla. Acaso éste escondido detrás de otros barcos atiborrados de clérigos españoles y argentinos, que utiliza Comillas para intercambiar la estupidez hispano-americana y batir el récord de las misas flotantes. El buque fantasma, indudablemente, es un buque terrible. Desde la misma punta del espigón han escudriñado nuestros ojos todos los rincones de la bahía, y han visto: un barco noruego, con un acordeón abandonado sobre un montón de lonas; hombres claros, azules, de carne de cerámica; un barco inglés, traje de una sola pieza, de mecánicos sucios, y unos cuellos abiertos, rojos y lisos, surgiendo de los pechos de mujeres hombrunas… Un barco italiano, con una cubierta de después del rancho. Estos barcos que tienen el rastro perenne de unas comidas desagradables de pastas para sopa que se han servido sobre la cubierta, que se acaban de servir siempre que las vemos, con huellas de migas de pan y unos zapatos engrasados abandonados a la puerta de un camarote profundo… Un barco holandés, brillante y polícromo, con esa endurecida brillantez de los quesos flamencos, y unos marineros intensamente rubios, de un rubio luminoso que hace esfuerzos por sostener su luz, y que al atardecer parece que el sol no se refleja sobre ellos, sino que sale de ellos… Unos ligeros bergantines de Mallorca, otros veleros insulares que van a la costa africana en busca de un pescado salado y ruin, que llaman sal preso. Y un barco español que viene de Fernando Poo con clérigos flacos y empleados flacos, ardidos de fiebre, y unas negritas millonarias bautizadas con agua bendita y unos sombreros pintorescos con aquellos que en el verano madrileño se suelen ver por las tardes en el antiguo café y botillería de Pombo… Y en el horizonte, una gaviota que se va, y junto al malecón las falúas alineadas y las gabarras de las casas inglesas…
 Pero el buque fantasma no se ve. Y hay, sin duda, un buque que no se ve la bahía. ¿Pues de dónde salen, entonces, estos cientos de japonesitos que sube las escalerillas del muelle, medio asombrados de no encontrar un hongo como el que ellos llevan puesto, con primitiva elegancia europea?…
 Estos japoneses salen de ese barco misterioso que hace muchos días que está fondeado, sin que se le pueda dar ni carbón ni víveres, porque nadie lo ha visto y nadie cree en él. Los japoneses, indudablemente, se alimentan de sus hongos; de aquellos hongos, las virtudes de prestidigitadores que estos japoneses deben poseer, sacan su yantar cotidiano. El hongo tiene este antiguo prestigio. Nosotros hemos visto sacar de un hongo serpentinas, palomas, platos vacíos, sortijas, pañuelos de seda. Un ilusionista italiano, el caballero Wetryk, sacaba un niño de pecho. ¿Cómo no han de poder sacar, pues, de sus hongos, su propia comida los japoneses?…
 Desfilan por el muelle. Alineados militarmente, parecen un solo japonés visto al través de un prisma que le critica, o con los ojos torcidos, como hacen los niños para ver dos cosas de una sola. El hongo es el mismo, un hongo de dónde sale otro hongo, y de este hongo un tercero. Un juguete de cajitas de cartón, donde se meten unas dentro de otras, hasta llegar a la más pequeña, en la que no puede caber ya sino una ilusión infantil…

Marquesina y tartanas (1925), por E. Fernando Baena

Cartel del citado prestigitador Wetryk


 Los japoneses buscan un carruaje. No hay carruajes para que todos quepan. ¿Qué hacer? ¿Serán los hongos el importuno lastre? Y tornan los ojos a la mar. Por un momento parece que van a arrojar los hongos, que no se perderán, que quedarán flotando sobre el agua como los nenúfares de Oriente. Flores negras, misteriosas y sagradas, que poseen un símbolo o el secreto prodigioso de una fatalidad o de una esperanza.
 Pero los nipones no pueden desprenderse de sus hongos. Es como si los tuvieran engrudados en el cráneo, y al intentar descubrirse hubieran de arrancar con ellos el pelo y el cuero de la cabeza. Los vemos erizarse, encogerse, tirando desesperadamente por aquellos hongos que tienen sobre sus achatadas testas una poderosa y violenta fuerza de civilización europea.
 Avanzan, sin embargo. Hay que entrar en la ciudad nueva con los hongos puestos. Una tartana se acerca. Los japoneses no saben ninguna palabra fácil. Todas aquellas que pronuncian son difíciles. No se oye; es como si sonaran turbias, debajo de los hongos… el tartanero abre la portezuela y los va empujando. La tartana, corriendo después, es una canasta de setas venenosas que van a un mercado fantástico y maldito.
 La luz de las calles coloniales, esta luz de azul jabón inglés en barras, claras, frenadas, se obscurece al pasar la canasta de los hongos. Es una nube negra. El sol se paga. ¿Cómo es posible que estos hombres del sol más antiguo y más ilustre, traigan ésta turbieza agorera y crucen por el sol sin recuerdos ni sensaciones?
 Un chiquillo indígena grita y lo señala con un dedo: ¡Eeeh!… Los japoneses oscilan sus hongos, y miran asombrados unas casas duras de cemento, con unos balcones de pesadez catalana. Es un remedo plebeyo de las casas pseudo-yankees, ventanas estrechas, columnas injustas. ¡Oh, las casitas pequeñas de madera olorosa, las ventanas rectas y graciosas como los ojos!… Los japoneses tiemblan. Luego ver un paseo con palmeras, donde se pasean unas señoritas y unos tenientes, y un cura ventrudo parla con un inglés, y un alemán llevó unos paquetes enormes y un sombrero de paja extraplano. Y más allá, un señor de barba sedosa, correcto, limpio-nota de color-que los japoneses miran sin comprender su importancia local. Es un delegado deHacienda. Los hongos desfilan ante este delgado, sin que nada se estremezca. Y el delegado comprende lo difícil que es traspasar las fronteras, el esfuerzo enorme que necesita hacer el hombre para tener una celebridad que avance hasta el Japón…
 Los japoneses ya que han al fin. Y en medio de la calle se preguntan confusos: - ¿De qué nos sirven estos hongos europeos en una población civilizada? ¿Es que ya no existen los hongos? ¿Son hoy más anacrónicos que un kimono y una coleta celeste?…
 ¡Aquellos dulces hijos de la sagrada Miako habían creído que el hongo de fieltro podía servirles de baedecker espiritual!…

[10-7-1920]

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