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sábado, 20 de abril de 2013

"Insulario", de Alonso Quesada/Desde Canarias-No vino el rey


 Cuando en la ciudad era todo arcos de villas intrincadas y banderas de barrios marineros y las casas se enjalbegaron con ese afán villano de festejadores de provincia para recibir a un rey extranjero, llegó inesperadamente un telegrama desolador truncando la esperanza de los pobres entusiastas. Las señoritas quedarónse con unos trajes defraudados y la estupidez monárquica de este español zascandil que llena todas las provincias españolas con su mentalidad de muñeco de Linares Rivas, sufrió el desencanto mayor. Alberto I, el Rey tan literariamente atropellado que venía paseando su elegante martirio por el Atlántico, no desembarcaba en Las Palmas. Quiso primero ser un personaje incógnito y solicitó silencio y ningún honor- ningún honor oficial, claro, que es el que aquí podían darle-y después conocer la isla, como un simple turista inglés de gorra y prismáticos, y aunque se le podía ofrecer todo lo que deseaba, a última hora cambió su ruta hacia una posesión portuguesa. El Rey no venía. Y no venía por una razón misteriosa. ¿Pues, como iban a quedarse así como así, los ingleses con su arco enramado, y sin honor el champagne de honor de un Ayuntamiento atosigado de empréstitos?
 ¿El Rey estaba emplazado? Alberto de Bélgica podía ser una víctima de un atentado. En la ciudad no se sabe a punto fijo lo que es un atentado, pero el sindicalismo o el bolchevismo es como un efrit: llega envuelto en el manto oriental del cuento para mayor eficacia de su invisibilidad.
 Un hombre que exporta plátanos comete sin dudad un atentado diario, el atentado de su trote en la civilizada acera, pero éste no podía ser la mano del destino rojo. Un cura, ese verdoso cura español que tiene en el cuello de su sotana todo el cardenalillo de su teología, atenta cotidianamente con su germanofilia rezagada la seriedad de la civilización, pero tampoco es el indicado para cometer un acto de tal magnitud. Lo detiene el infierno y el sueldo. Pero como la ansiedad peliculera de los españoles necesitaba un misterio, diéronse a buscar entre las silenciosas palabras del radio la existencia de otra mano apretadora, más terrible que la del exportador y la del cura, y sobre todo más rusa. En pleno agosto, como un tonante sol africano, había en la ciudad un ruso escondido.
 Y Alberto de Bélgica, un día antes de llegar, dijo que no llegaba para desconcertar al ruso. Y el ruso, que tenía cara de gallego indiano, se quedó con la mano en el aire apuñado el cuchillo.



 ¿Habrá que decir que nosotros vimos al ruso? Era un ruso sencillo aparentemente, con sesenta duros de sueldo. Al saber que había en la ciudad un ruso, necesariamente nos fue preciso buscarlo. Y nuestros ojos se pararon en un amable correrista y lo hicieron el ruso. Le espiaron. El hombre sellaba en el correo sus cartas y salía por las noches a tomar el refresco en el muelle. Tenía todos los síntomas de un hombre cruel; hacía las cosas de un modo doble; así al cruzar el muelle, lo cruzaba como ruso y como un subordinado del señor Francés, el crítico. Caminaba como un oficial de Correos para que no se le conociera su alma rusiaca. Nadie sabía que era el ruso terrible, pues para eso era oficial de Correos. Pasó bajo el arco inglés, y nadie pudo sospechar que el arco había de ser derruido por culpa de aquel hombre que él mismo no sabía que era ruso de tanto sol como tomaba y de tanto “A B C” como leía. Alberto de Bélgica no contempló el hespérito islote por ese fantasma diplomático de un rojo que nosotros hicimos oficial de Correos y otro señor posiblemente ministro de la cismática.
 Han pasado unos días y aún no sabemos por qué he podido gozar el evocador atropello germano. La Universidad de Lovaina no ha sido motivo de elogio de algún editorial insulario y el cardenal Mercier se ha quedado de esta vez sin antífona aliadófila. El viejo Leopoldo, más afortunado, desembarcó otro día y corrieron las largas barbas reales por la isla, como una nube a ras de tierra. Entonces no había rusos tan peligrosos desparramados por el mundo que amenazaran con tanta facilidad y hasta los mismos rusos elegantes se los ponía tranquilamente el viejo rey para abrigar sus débiles verdeces florecidas junto a los senos griegos de la Cleo, la nutritiva amiga de su senectud.
 Pero Alberto no vio la ciudad y fue lástima porque ahora tiene el cielo una suavidad datista y el mar se tiende hacía el horizonte de África completamente atorcuatado.
 Quedáronse, pues, los ingleses sin lucir la gracia infantil de su arco, su gracia de music-hall, que exhibieron unas horas delante de un hotel colonial; y los belgas que nos acompañan no pudieron rendirse otra vez emocionados, a los pies del Monarca, aunque históricamente no fueron atropellados, ni rendidos por lo tanto en los campos de la patria. Quedáronse  los alumnos de electricidad de las escuelas de Lieja sin sentir ese pequeño tono distinguido que da el estudiar en Lieja y hallarse después en un rincón de España algo que se relacione con Lieja; quedarónse los franceses sin ejercitar su lengua y sin dar las gracias por la ayuda al Rey, aunque aquí metidos poco pudo ayudarles, sino fue a no salir. Y hasta el Lord mayor de la ciudad se quedó sin su nota literaria sobre Verhareen o sobre Maeterlinck, que es más accesible ahora que está en Santander. Se quedaron las banderas flotando en las cuerdas de acerar en acera, las banderas de las casas consignatarias, viejas banderas con los colores desteñidos como las prostitutas económicas, que salen siempre a decorar el aire con una alegría falsa y triste, como las recompuestas meretrices que acompañaron las postreras bacanales deJuliano, el dulce emperador pagano. Las pobres banderas relajadas, como el festejo es igual y todo el año se piensa en día del festejo. Banderas de todas las horas, en el muelle, en los barrios de pescadores, banderas para reyes trashumantes y santos patronos, descoloridas y como empolvadas de polvos malos, de polvos de arroz y de carmín, aguado y chorreante. Quedáronse las banderas ondeando en el viento como humilde alegoría de una curiosidad horteril y el vano anhelo de un señorío tonto. Quedóse todo como estupefacto. Pero lo que tenía más pena fue el arco de los ingleses heridos, una pena sentimental de niños asilados e inválidos que van con sus flores y sus versos a esperar la visita del protector del asilo.
 El rey de Bélgica no vino. Es casi un acontecimiento tan grande como si hubiera venido.

[12-X-1920]

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