Cuando en la ciudad era todo arcos de villas
intrincadas y banderas de barrios marineros y las casas se enjalbegaron con ese
afán villano de festejadores de provincia para recibir a un rey extranjero,
llegó inesperadamente un telegrama desolador truncando la esperanza de los
pobres entusiastas. Las señoritas quedarónse con unos trajes defraudados y la
estupidez monárquica de este español zascandil que llena todas las provincias
españolas con su mentalidad de muñeco de Linares Rivas, sufrió el desencanto
mayor. Alberto I, el Rey tan literariamente atropellado que venía paseando su
elegante martirio por el Atlántico, no desembarcaba en Las Palmas. Quiso
primero ser un personaje incógnito y solicitó silencio y ningún honor- ningún honor
oficial, claro, que es el que aquí podían darle-y después conocer la isla, como
un simple turista inglés de gorra y prismáticos, y aunque se le podía ofrecer
todo lo que deseaba, a última hora cambió su ruta hacia una posesión
portuguesa. El Rey no venía. Y no venía por una razón misteriosa. ¿Pues, como
iban a quedarse así como así, los ingleses con su arco enramado, y sin honor el
champagne de honor de un Ayuntamiento atosigado de empréstitos?
¿El Rey estaba emplazado? Alberto de Bélgica
podía ser una víctima de un atentado. En la ciudad no se sabe a punto fijo lo
que es un atentado, pero el sindicalismo o el bolchevismo es como un efrit: llega
envuelto en el manto oriental del cuento para mayor eficacia de su
invisibilidad.
Un hombre que exporta plátanos comete sin
dudad un atentado diario, el atentado de su trote en la civilizada acera, pero
éste no podía ser la mano del destino rojo. Un cura, ese verdoso cura español
que tiene en el cuello de su sotana todo el cardenalillo de su teología, atenta
cotidianamente con su germanofilia rezagada la seriedad de la civilización,
pero tampoco es el indicado para cometer un acto de tal magnitud. Lo detiene el
infierno y el sueldo. Pero como la ansiedad peliculera de los españoles
necesitaba un misterio, diéronse a buscar entre las silenciosas palabras del
radio la existencia de otra mano apretadora, más terrible que la del exportador
y la del cura, y sobre todo más rusa. En pleno agosto, como un tonante sol
africano, había en la ciudad un ruso escondido.
Y Alberto de Bélgica, un día antes de llegar,
dijo que no llegaba para desconcertar al ruso. Y el ruso, que tenía cara de
gallego indiano, se quedó con la mano en el aire apuñado el cuchillo.
Leopoldo II de Bélgica y la citada Cléo de Mérode
¿Habrá que decir que nosotros vimos al ruso?
Era un ruso sencillo aparentemente, con sesenta duros de sueldo. Al saber que
había en la ciudad un ruso, necesariamente nos fue preciso buscarlo. Y nuestros
ojos se pararon en un amable correrista y lo hicieron el ruso. Le espiaron. El
hombre sellaba en el correo sus cartas y salía por las noches a tomar el
refresco en el muelle. Tenía todos los síntomas de un hombre cruel; hacía las
cosas de un modo doble; así al cruzar el muelle, lo cruzaba como ruso y como un
subordinado del señor Francés, el crítico. Caminaba como un oficial de Correos
para que no se le conociera su alma rusiaca. Nadie sabía que era el ruso
terrible, pues para eso era oficial de Correos. Pasó bajo el arco inglés, y
nadie pudo sospechar que el arco había de ser derruido por culpa de aquel
hombre que él mismo no sabía que era ruso de tanto sol como tomaba y de tanto
“A B C” como leía. Alberto de Bélgica no contempló el hespérito islote por ese
fantasma diplomático de un rojo que nosotros hicimos oficial de Correos y otro
señor posiblemente ministro de la cismática.
Han pasado unos días y aún no sabemos por qué
he podido gozar el evocador atropello germano. La Universidad de Lovaina no ha
sido motivo de elogio de algún editorial insulario y el cardenal Mercier se ha
quedado de esta vez sin antífona aliadófila. El viejo Leopoldo, más afortunado,
desembarcó otro día y corrieron las largas barbas reales por la isla, como una
nube a ras de tierra. Entonces no había rusos tan peligrosos desparramados por
el mundo que amenazaran con tanta facilidad y hasta los mismos rusos elegantes
se los ponía tranquilamente el viejo rey para abrigar sus débiles verdeces
florecidas junto a los senos griegos de la Cleo, la nutritiva amiga de su
senectud.
Quedáronse, pues, los ingleses sin lucir la
gracia infantil de su arco, su gracia de music-hall, que exhibieron unas horas
delante de un hotel colonial; y los belgas que nos acompañan no pudieron
rendirse otra vez emocionados, a los pies del Monarca, aunque históricamente no
fueron atropellados, ni rendidos por lo tanto en los campos de la patria.
Quedáronse los alumnos de electricidad
de las escuelas de Lieja sin sentir ese pequeño tono distinguido que da el
estudiar en Lieja y hallarse después en un rincón de España algo que se
relacione con Lieja; quedarónse los franceses sin ejercitar su lengua y sin dar
las gracias por la ayuda al Rey, aunque aquí metidos poco pudo ayudarles, sino
fue a no salir. Y hasta el Lord mayor de la ciudad se quedó sin su nota
literaria sobre Verhareen o sobre Maeterlinck, que es más accesible ahora que
está en Santander. Se quedaron las banderas flotando en las cuerdas de acerar
en acera, las banderas de
las casas consignatarias, viejas banderas con los colores desteñidos como las prostitutas
económicas, que salen siempre a decorar el aire con una alegría falsa y triste,
como las recompuestas meretrices que acompañaron las postreras bacanales deJuliano, el dulce emperador pagano. Las pobres banderas relajadas, como el
festejo es igual y todo el año se piensa en día del festejo. Banderas de todas
las horas, en el muelle, en los barrios de pescadores, banderas para reyes
trashumantes y santos patronos, descoloridas y como empolvadas de polvos malos,
de polvos de arroz y de carmín, aguado y chorreante. Quedáronse las banderas
ondeando en el viento como humilde alegoría de una curiosidad horteril y el
vano anhelo de un señorío tonto. Quedóse todo como estupefacto. Pero lo que
tenía más pena fue el arco de los ingleses heridos, una pena sentimental de
niños asilados e inválidos que van con sus flores y sus versos a esperar la
visita del protector del asilo.
El rey de Bélgica no vino. Es casi un
acontecimiento tan grande como si hubiera venido.
[12-X-1920]
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