Nota:
Desgraciadamente, he sido incapaz de localizar los datos necesarios para anexar la información necesaria para ciertos datos y nombres citados en el siguiente texto.
Claro está, querido lector catalán, que los
que vemos ese Gobierno desde el desafortunado lugar que nos tocó en suerte,
somos unas cuantas personas inteligentes. Los demás, si no lo hallan conforme,
no les importa gran cosa. Nosotros, ahítos de él, nos aprovechamos de los
barcos extranjeros que pasan y se detienen, y nos vamos haciendo una dignidad
forastera y un alma lejana. Por otro lado, de la isla, esos Gobiernos
gelatinosos jamás se ocuparon si no fue para el particular bien de algún
diputado inclusero o para equilibrar la
deshabitada personalidad de algún rábula pedante que soñara con un
ministerio de Madrid: ese café oficial que tiene una calle de Alcalá y una
Puerta del Sol delante de cada tintero, y un perenne colmo en la punta de la
pluma: el colmo de todas las cosas atrabiliarias y troglodíticas.
Nosotros no podemos ver ese gobierno sino
dentro de un acuario. Para el insular capacitado, que a fuerza de contemplar
ingleses sin gracia andaluza y noruegos de dramas ibsenianos, ha logrado
nutrirse de algo más científico que las novelas del señor León y las comedias
del señor Muñoz Seca, un gobierno español es como una familia de peces de
colores raros, de los cuales, saltando por encima del refrán clásico, no hay
que reírse. Pues la risa es también una cosa demasiado egregia y tiene cierto
aire de distinción extranjera, como el traje inglés, el zapato americano y los
paraísos franceses. Pasa la película, pues, sin interesarnos ni conmovernos… De
cuando en cuando, un viajante de granos de Sevilla, como un rayo de sol
desacreditado, nos siembra un chiste en la fonda, en esa trágica fonda española
llena de gritos, de comisionistas y de curas castrenses y de un profesor de
Instituto, de eterno profesor de Instituto que se ha pasado la vida
sorprendiendo adolescentes con aquellos versos de “Viva Bustos, contra mi rey por mi gusto, viva Bustos, bustos muera”.
Generalmente, el espíritu local está caído,
sin gracia, como una camisa que sale por debajo de la chaqueta. El insulario se
rasca la testa con pesadumbre neurótica, y el huacal de plátanos anda por las
calles distraído como un voto, cuando no hay elecciones. Saltan las mujeres que
llegan de América, unas mujeres de una amplitud sensual maravillosa, de una
generosidad sin gobierno español, con unos senos donde nada pueden los
gobiernos españoles; pero el insulario no atiende mucho ese aire extranjero,
aunque lo siente acariciar su rostro con una dulzura exótica y liberal.
¡Pero nosotros…! Un holandés trae en la mano
un queso lógico, un queso que no se podrá envolver nunca con el “ABC”, y un
suizo atraviesa la ciudad perfectamente condensado, con una seriedad tan sana,
que no es posible recordar una Real orden del señor Dato.
Muelle Santa Catalina (1920-1925)
El muelle, al llegar el “Limburia” u otro
trasatlántico sin clérigos de Comillas, se llena de Europa, es como si Europa
misma se cortara en muchos pedazos y nos la vinieran a sembrar sobre estos
estos arenales africanos. No hay un africano que se parezca de casualidad al
señor Luca de Tena, ni una mujer que tenga semejanza con Pastora Imperio.
Ningún hombre de aquellos presiente a la marquesa de la Laguna, y posiblemente
creerá más en Dios que en Maura. El empleado de Hacienda, sin embargo, colocado
silenciosamente en el muelle, se esfuerza por hacerles sentir de un modo
benaventiano, pero el extranjero coge una naranja dorada y la caricia bajo el
sol, con una tan civilizada intensidad, que la naranja parece como que se
descascara sola por virtud de un encantador prodigio.
Es una gente que se ha quitado de encima las
crónicas de los viejos maestros del periodismo, de esos viejos maestros del
periodismo viejo, viejo ayer y siempre, con una vejez del planeta apagado, que
son más tarde ministros para que la gente recuerde la vejez de su Prensa. Como
si dijera: “¿No conocéis este ministro? Es el viejo maestro”. Y ponen la vieja
maestría en el cargo, y así y todo tendrá la polilla de las casas veraniegas
que se abren en julio, después de un largo encierro desolado. Pasa esta gente
abriéndonos las ventanas de la isla, abriéndolas de par en par, y la isla es la
casa de retiro rodeada de árboles y de mar, donde se reposa uno de la estupidez
cotidiana, y donde se hace el recuerdo ciudadano de una lejanía tan rápida como
la muerte. El señor Dato, el señor Bergamín –pongamos también al vizconde deEza- no pueden existir dentro de estos barcos que tienen un estanque enorme
para nadar y viaja a ellos un millonario joven que es todo un Estado, un Estado
particular y admirable; y las mujeres bajan por las escalas en un con una
precisión científica, conociendo la importancia de una escala de barcos, y el
capitán es un jefe extraordinario que no fracasa nunca, porque ha bebido la
leche nutridora de unas vacas que pastan en prados sin Real orden, y conoce las
fronteras del mundo libre. Hombres con dos piernas firmes, sin nostalgias
románticas o fatalistas en el coxis, bien limado, pulido como el marfil, donde
no hay ni la más remota huella del trunco. Sobre el mar eterno y luminoso,
cruzan estos caminantes que tomarían asombrados al títere taurómaco por una solitaria
desnutrida, y el mar nos lo trae para bien de nuestra aspiración nobilísima y
no lo lleva para devolvérnoslo después con otras caras, con otros ojos y con
una nueva profusidad de almas abiertas.
Estamos de espaldas a los gobiernos españoles.
Desde el Atlántico, una persona inteligente, no logra ver al Gobierno español
sino a través de la piscina del mar.
No podemos tomar en serio el genio datista:
las escalerillas del muelle las ocupa un yanqui que tiene la miniatura de un
rascacielos en la pupila; sobre el muelle, un noruego de gafas, uno de esos
noruegos que hemos visto abrir las puertas de sus oficinas con tanta energía en
los dramas de Ibsen –Rosmer quizá, acaso Sollnes- pasea serenamente con el
mundo dentro de su alma, con la huella sutil del borde planetario en los dedos,
que han acariciado todas las curvas terrestres, mientras el Pensamiento,
cobijado en un rincón de Melbourne o en un divino sillón del Waldfor-Astoria,
piensa infantil en este muelle, sobre el que está ahora, sin asombro, malgastando
una civilización tan necesaria.
En tanto un Gobierno español dicta órdenes
para que los periódicos cuesten más dinero y la cultura mengüe, y así
garantizar a perpetuidad mayores votos, y grava con diez céntimos lo mismo una
caja de cerillas que un automóvil, nosotros vamos a desentrañando el mundo de
los torsos sajones y de los ojos de las mujeres rubias que saben amar tan
dulcemente y escribir después, ligeras, en la Remington austera; antiguas y
modernas, con una antigüedad tan actual en los labios que las hace eternas.
Las sirenas llaman, las anclas se hunden, las
cabezas doradas surgen en las falúas… El mar está alegre, con una alegría
civil, estrepitosa y útil. ¡Poesía del tráfico europeo! ¡La América entera que
se vuelca en el viejo continente! Un grito de coloso sobre todos los mares y
unos ojos profundos de acero que otean desde el Pacífico al Atlántico. Palabras
justas, pensamientos firmes, ruido fabril lejano, que es un constante eco en la
bahía. ¡Civilización!
La isla es el reposo de la agitadora jornada,
el mesón solitario del camino. ¿Qué podemos ver nosotros, los hombre atlánticos
inteligentes, mirando siempre el horizonte azul por donde llegan estos barcos
gigantes, ciudades enteras que se apartan de las remotas playas y arriban, con
audacia y contento de descubridores? No se puede saber otra cosa.
¿España…? ¡España, sí! El amor sentimental.
¡Pero esos españoles…!
“Pontius, te souvient-il de cet home?
“Pontius Pilatus fronÇa les sourcils et porta
la main a son front, comme quequ’un qui cherche dans sa memoire. Puis,árpes
quelques instants de silence: -¿Jesús?- murmura-t-il, Jesus de Nazaret? Je ne
me rapelle pas”.
Canarias, agosto 1920 [29-8-1920]
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