Muelle Santa Catalina (1920-1925) (Autor desconocido)
En el profundo silencio de la noche atlántica
se percibe un lejano rumor significativo. Yo estoy en el borde mismo de la
playa. El mar esta callado, Como ahíto de mucho hastío mercantil.
Barcos ruidosos, de cadenas atronadoras y
glotones de flete en todos los instantes. Nunca un yate misterioso o una
graciosa barca mensajera. De verdad que está ahíto. Yo desde la playa le extiendo
los brazos con mi desinteresada fraternidad.
Y escucho. Hay un lejano rumor que no es de la
sirena marina, ni aún el pensamiento mismo del mar que meditara su hastío. El
pensamiento del mar, recóndito y eterno, no se oye tampoco. Es otro rumor más
lejano, más imperceptible y de una extrañeza desconcertante. ¿El eco de las
dianas? La barca de Lohengrin? ¿Acaso el roce de los luceros luminosos en las
ondas? El hombre insulario que pone su anhelo al mar, oye todos los
desconocidos rumores, ve la nave de Heine cruzar el salvaje desierto azul, y se
le ensangrientan sus ojos con las rojas velas del navío holandés. El mar es una
muralla; a veces, para el hombre anheloso, el lejano horizonte se suele
acercar más, las manos casi llegan a tocarlo, pero entonces, la libertad se
hace más eterna porque la muralla alarga el anhelo, acortando el espacio. El insulario
inteligente tiene en su mano el caracol recamado de Darío. Todos los rumores,
pues, los oye con sólo suscitar los ecos.
Pero esta noche la ciudad está muerta, el mar
está muerto; el cielo vela el silencio de la tierra y el mar. Y un eco, el más
sutil de los ecos, el de la gasa de una inglesa rubia sobre el puente de un
trasatlántico que cruzara el horizonte, lo percibe sin caracol, el oído menos
duende. Se pueden contar las estrellas. La noche de desierto africano,
estupenda noche de estío en pleno enero, se abre en la costa ampliamente para
recoger bajo la esmerilada campana cristalina del cielo, todos los ecos
dispersos en el mar.
Y viene para mí un eco de Rusia; una voz de
agonía rota como un acero, y sobre la voz, una tenue estela de luz: una mirada
partida en brazos infinitos, una mirada que cruza la noche y cae después con
todos los pedazos en el horizonte como las estrellas de los buenos amores....
Las goletas (1925)-Foto de Herrmann Kurt
Y viene un eco de Francia; un eco oloroso. No
sabemos ciertamente si es de Francia. En el campo, de noche, sentimos llegar los
perfumes recónditos de unos huertos escondidos, que no se ven de día, y
decimos: "Este olor inmenso es de aquel huerto que está detrás de la montaña".
Y no podemos saber si es de ese huerto el olor que sobre todos los demás olores
de la noche se impone gallardamente. Y así es este eco aromado que viene de
Francia. ¿Este profundo olor de espíritu es del huerto de Francia, el divino
huerto aquel que está detrás de la montaña de nuestro corazón...?
Y viene un eco de Londres: un eco turbio, empañado,
una diminuta luz de cristales empañados. Un eco de humo. El espíritu nublado,
perdido entre este humo, atiende los ruidos del eco...Todo viene como con llantas
de goma y suelas de goma. Y una estrella pequeña, envuelta en gasas, viene
también huyendo, como una golondrina estelar del frío del eco britano. Sobre el
cálido mar atlántico se despoja de sus velos, y brilla más que las otras después,
como el cristal limpio de niebla, como alisada ya la niebla en la transparencia
cordial del vidrio.
Y viene un eco alemán. Un eco de carreta
lejana, que lleva trastos viejos, que lleva como una casa mudada de un barrio a
otro barrio. Un eco de zapato roto que arrastra las suelas descosidas, un eco
plúmbeo, tardío, de pasos burgueses al caer la tarde del domingo. Un eco de
Wagner, con pocos instrumentos, sin armonía, faltándole todos los instrumentos
para los murmullos de la selva. ¡Ah, es un rumor de selva rudimentaria, unos murmullos
ejecutados en un piano con una sordina inevitable, una sordina que se traga los
golpes furiosos del pianista alemán desesperado! Un eco de latones debilitados,
que arrastraran atados al rabo unos perros largos, de orejas gachas y de andar
de péndulo.
Viene también un eco italiano, una melodía de
D’Annunzio, melodía vieja, algo así como un "spirto gentile" impreso en un
disco de fonógrafo. El rumor de un aeroplano mimoso, fanfarrón, histérico, que
hiciera un gesto impertinente con el motor y se estrellara soberbio sobre la
picota del Etna. Este eco es más impreciso y a veces parece un viril acorde
wagneriano de antes de la falta de instrumentos "avant guerre", y a veces
la languidez de jarabe de una bellinesca melodía...
Los ecos se separan en la noche y se vuelven a
juntar en remolino, sobre el ancho pecho del insulario ahíto, grabando un doloroso
tatuaje de civilización inaccesible...
Yo extiendo mis brazos y recojo, en las
antenas prodigiosas de mis manos, todo el rumor universal que viene en la
noche.
Silencio. Jamás mi vida se vio anegada de un
silencio más hondo y nunca mi oído recogió con mayor agudeza el eco de las lejanías.
Todo se percibe clarísimo, hasta cómo cercena el viento dormido la vela de un bergantín
isleño y corta el mar la quilla de una goleta noruega. Y podría encasillar los
ecos de esta noche y volverlos a escuchar bajo el sol de la mañana.
Pero no importa. Hay otro eco más extraño, que
llega sutil, un eco de más lejos, de otro mar que está detrás de este mío, un eco
que apenas se nota como una sonrisa en la oscuridad. Un eco hispánico. Y el
corazón se estremece.
Es el eco de una misión que cruza los mares y
que por medio de estos ecos de Europa atravesara coronada de laureles la nacional
cabeza. Una misión que los brazos de este puerto acogerán con un amable
patriotismo de salón. La misión española que viene de América.
Nosotros no hemos visto más misiones españolas
que las jesuíticas que van y vienen de Fernando Poo. Misiones, por cierto, bastante
demacradas, compuestas de hombres sin luz en los ojos y con un aire insípido y
absurdo de platos de sopa de fideos. Una misión tan importante como la de ahora
es una sorpresa solar. Como si el sol, no sólo no resurge en Flandes otra vez,
sino que se retira de todos los demás sitios para acogerse con más luz en el
fanal de la inteligencia datista. Una misión de la patria con el señor Francos
a la cabeza de la intelectualidad. Una cabeza que se manda fuera para que no se
estropeen, claro, las cabezas de dentro, como un traje de diario. Una, como si
dijéramos, cabeza de dril, confeccionada por un pequeño sastre de EL SIGLO.
Yo siento pasar el rumor de la misión y todos
los demás rumores se apartan como las ondas milagrosas del mar Rojo para que este
rumor español pase. Yo siento el rumor de la hélice, sembrando de espumas
los mares criollos. Entre todos los ecos universales, mi ardoroso corazón de
español toma el eco hispano preferido y hace con él una cruz de hidalguía y de
sombra en la noche.
El puerto, tosco, brutal de grúas y de
huacales, sin sutileza y sin sueño, no sabe que la misión se acerca y que hará
alto en él. Pero yo sí la siento. El rumor está ya apercibido por mi oreja que
aguza su finura y mi corazón aguarda que esta misión traiga las bodegas
repletas de lazos hispanoamericanos, mercería ideal. Con ellos podría yo
ahorcar todas mis tentativas libertadoras de isleño desapercibido.
¡Uno de estos lazos podría sujetar mi anhelo y
atar para siempre mi alma desorbitada de salvaje africano, con el alma gramatical,
divinamente sintáxica de don Antonio Cavestany o hacer el necesario bouquet
patriótico con mi rebeldía morbosa y la clara, brillante y resbaladiza de jabónde Castilla andaluz, idea senatorial del señor Luca de Tena!
Mi inveterada amargura inculta tendrá que ser
cogida con este lazo magnífico. ¡Y el lazo se refleja ya en el cielo
silencioso, como un cometa de buenos augurios...!
[22-III-1921]
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