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viernes, 12 de julio de 2013

"Insulario", de Alonso Quesada-Panorama espiritual de un insulario/LA MISION ESPAÑOLA

 

Muelle Santa Catalina (1920-1925) (Autor desconocido)



 En el profundo silencio de la noche atlántica se percibe un lejano rumor significativo. Yo estoy en el borde mismo de la playa. El mar esta callado, Como ahíto de mucho hastío mercantil.
 Barcos ruidosos, de cadenas atronadoras y glotones de flete en todos los instantes. Nunca un yate misterioso o una graciosa barca mensajera. De verdad que está ahíto. Yo desde la playa le extiendo los brazos con mi desinteresada fraternidad.
 Y escucho. Hay un lejano rumor que no es de la sirena marina, ni aún el pensamiento mismo del mar que meditara su hastío. El pensamiento del mar, recóndito y eterno, no se oye tampoco. Es otro rumor más lejano, más imperceptible y de una extrañeza desconcertante. ¿El eco de las dianas? La barca de Lohengrin? ¿Acaso el roce de los luceros luminosos en las ondas? El hombre insulario que pone su anhelo al mar, oye todos los desconocidos rumores, ve la nave de Heine cruzar el salvaje desierto azul, y se le ensangrientan sus ojos con las rojas velas del navío holandés. El mar es una muralla; a veces, para el hombre anheloso, el lejano horizonte se suele acercar más, las manos casi llegan a tocarlo, pero entonces, la libertad se hace más eterna porque la muralla alarga el anhelo, acortando el espacio. El insulario inteligente tiene en su mano el caracol recamado de Darío. Todos los rumores, pues, los oye con sólo suscitar los ecos.
 Pero esta noche la ciudad está muerta, el mar está muerto; el cielo vela el silencio de la tierra y el mar. Y un eco, el más sutil de los ecos, el de la gasa de una inglesa rubia sobre el puente de un trasatlántico que cruzara el horizonte, lo percibe sin caracol, el oído menos duende. Se pueden contar las estrellas. La noche de desierto africano, estupenda noche de estío en pleno enero, se abre en la costa ampliamente para recoger bajo la esmerilada campana cristalina del cielo, todos los ecos dispersos en el mar.
 Y viene para mí un eco de Rusia; una voz de agonía rota como un acero, y sobre la voz, una tenue estela de luz: una mirada partida en brazos infinitos, una mirada que cruza la noche y cae después con todos los pedazos en el horizonte como las estrellas de los buenos amores....

Las goletas (1925)-Foto de Herrmann Kurt


 Y viene un eco de Francia; un eco oloroso. No sabemos ciertamente si es de Francia. En el campo, de noche, sentimos llegar los perfumes recónditos de unos huertos escondidos, que no se ven de día, y decimos: "Este olor inmenso es de aquel huerto que está detrás de la montaña". Y no podemos saber si es de ese huerto el olor que sobre todos los demás olores de la noche se impone gallardamente. Y así es este eco aromado que viene de Francia. ¿Este profundo olor de espíritu es del huerto de Francia, el divino huerto aquel que está detrás de la montaña de nuestro corazón...?
 Y viene un eco de Londres: un eco turbio, empañado, una diminuta luz de cristales empañados. Un eco de humo. El espíritu nublado, perdido entre este humo, atiende los ruidos del eco...Todo viene como con llantas de goma y suelas de goma. Y una estrella pequeña, envuelta en gasas, viene también huyendo, como una golondrina estelar del frío del eco britano. Sobre el cálido mar atlántico se despoja de sus velos, y brilla más que las otras después, como el cristal limpio de niebla, como alisada ya la niebla en la transparencia cordial del vidrio.
 Y viene un eco alemán. Un eco de carreta lejana, que lleva trastos viejos, que lleva como una casa mudada de un barrio a otro barrio. Un eco de zapato roto que arrastra las suelas descosidas, un eco plúmbeo, tardío, de pasos burgueses al caer la tarde del domingo. Un eco de Wagner, con pocos instrumentos, sin armonía, faltándole todos los instrumentos para los murmullos de la selva. ¡Ah, es un rumor de selva rudimentaria, unos murmullos ejecutados en un piano con una sordina inevitable, una sordina que se traga los golpes furiosos del pianista alemán desesperado! Un eco de latones debilitados, que arrastraran atados al rabo unos perros largos, de orejas gachas y de andar de péndulo.
 Viene también un eco italiano, una melodía de D’Annunzio, melodía vieja, algo así como un "spirto gentile" impreso en un disco de fonógrafo. El rumor de un aeroplano mimoso, fanfarrón, histérico, que hiciera un gesto impertinente con el motor y se estrellara soberbio sobre la picota del Etna. Este eco es más impreciso y a veces parece un viril acorde wagneriano de antes de la falta de instrumentos "avant guerre", y a veces la languidez de jarabe de una bellinesca melodía...
 Los ecos se separan en la noche y se vuelven a juntar en remolino, sobre el ancho pecho del insulario ahíto, grabando un doloroso tatuaje de civilización inaccesible...
 Yo extiendo mis brazos y recojo, en las antenas prodigiosas de mis manos, todo el rumor universal que viene en la noche.
 Silencio. Jamás mi vida se vio anegada de un silencio más hondo y nunca mi oído recogió con mayor agudeza el eco de las lejanías. Todo se percibe clarísimo, hasta cómo cercena el viento dormido la vela de un bergantín isleño y corta el mar la quilla de una goleta noruega. Y podría encasillar los ecos de esta noche y volverlos a escuchar bajo el sol de la mañana.
 Pero no importa. Hay otro eco más extraño, que llega sutil, un eco de más lejos, de otro mar que está detrás de este mío, un eco que apenas se nota como una sonrisa en la oscuridad. Un eco hispánico. Y el corazón se estremece.
 Es el eco de una misión que cruza los mares y que por medio de estos ecos de Europa atravesara coronada de laureles la nacional cabeza. Una misión que los brazos de este puerto acogerán con un amable patriotismo de salón. La misión española que viene de América.
 Nosotros no hemos visto más misiones españolas que las jesuíticas que van y vienen de Fernando Poo. Misiones, por cierto, bastante demacradas, compuestas de hombres sin luz en los ojos y con un aire insípido y absurdo de platos de sopa de fideos. Una misión tan importante como la de ahora es una sorpresa solar. Como si el sol, no sólo no resurge en Flandes otra vez, sino que se retira de todos los demás sitios para acogerse con más luz en el fanal de la inteligencia datista. Una misión de la patria con el señor Francos a la cabeza de la intelectualidad. Una cabeza que se manda fuera para que no se estropeen, claro, las cabezas de dentro, como un traje de diario. Una, como si dijéramos, cabeza de dril, confeccionada por un pequeño sastre de EL SIGLO.
 Yo siento pasar el rumor de la misión y todos los demás rumores se apartan como las ondas milagrosas del mar Rojo para que este rumor español pase. Yo siento el rumor de la hélice, sembrando de espumas los mares criollos. Entre todos los ecos universales, mi ardoroso corazón de español toma el eco hispano preferido y hace con él una cruz de hidalguía y de sombra en la noche.
 El puerto, tosco, brutal de grúas y de huacales, sin sutileza y sin sueño, no sabe que la misión se acerca y que hará alto en él. Pero yo sí la siento. El rumor está ya apercibido por mi oreja que aguza su finura y mi corazón aguarda que esta misión traiga las bodegas repletas de lazos hispanoamericanos, mercería ideal. Con ellos podría yo ahorcar todas mis tentativas libertadoras de isleño desapercibido.
 ¡Uno de estos lazos podría sujetar mi anhelo y atar para siempre mi alma desorbitada de salvaje africano, con el alma gramatical, divinamente sintáxica de don Antonio Cavestany o hacer el necesario bouquet patriótico con mi rebeldía morbosa y la clara, brillante y resbaladiza de jabónde Castilla andaluz, idea senatorial del señor Luca de Tena!
 Mi inveterada amargura inculta tendrá que ser cogida con este lazo magnífico. ¡Y el lazo se refleja ya en el cielo silencioso, como un cometa de buenos augurios...!

[22-III-1921]


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