Amigo
ausente: Yo no he oído nunca un tenor extraordinario. Cuando estuve en Madrid
no había tenores disponibles a mi alcance de espectador. Solo tengo una vaga
idea de haber oído tararear una ópera a Felipe Sassone. Fue en la calle de
Sevilla, una tarde. Felipe Sassone caminaba de prisa, un poco oscilante, y la
suave voz que ponía en ejercicio silencioso le daba un aspecto simpático, de
hombre que tiene una buena voz y la desprecia. Después oí decir que FelipeSassone había sido tenor frustrado.
Por lo demás, yo he tenido siempre el pánico
de los tenores. Una voz de tenor me ha parecido siempre una cosa de cosmético y
su engolamiento tiene una apariencia de vieja chistera de "ecuyére". La chistera
de una "ecuyére" es una voz de tenor petrificada.
En un gramófono oí un día cantar al señor
Caruso. La voz de este señor tenía como un vientre redondito, parecía envuelta
en un chaleco de fantasía y el trémolo de la voz me hacía el efecto de un dije
de reloj colgando y oscilando de la barriga. Los bimanos que conmigo oyeron al
señor Caruso retorcíanse como serpientes castigadas; los ojos despedían luces;
los labios, espuma. Aquello era la emoción que producía la voz del señor Caruso.
Yo jamás comprendí. La gente decía que el señor Caruso era un genio. ¿Y cómo
iba a ser un genio un hombre de glotis excelente? Del mismo modo, la cojera del
señor Romanones podía ser genial.
Este recuerdo que tengo yo del señor Caruso es
lejano, casi tanto como la edad de dicho señor. Apenas se ya cómo sonaba. Luego
lo he visto retratado delante de unos automóviles y pude observar que está todo
él gordo de su voz, de la voz que ya no debe salirle como antes, sino que más bien
se le entra, inundándolo. Un tenor es el triunfo de la peluquería en general.
Las notas de un tenor salen como las burbujas de un pulverizador rosa de las
barberías -el tenor es el pulverizador ideal- y luego se "asientan"
en el pelo, sólo en el pelo de los oyentes, como la desacreditada brillantina
del hortera.
En esta ciudad sólo cantó un tenor, hace medio
siglo. Después, como todas las ciudades modestas del mundo, había aguardado
inútilmente su tenor. Un tenor cuesta caro. Una provincia pobre no puede
aspirar sino a un modesto Tanci restaurado. Cuando se quiere traer un tenor
grande, necesita congregarse el pueblo en el Ayuntamiento y nombrar una comisión
que comprometa el abono. El comercio, que no sabe lo que es un tenor -si no es
el de la letra-, se subscribe murmurando. Los señoritos, que son tenores supernumerarios, compran sus localidades de antemano y la voz del tenor se
espera ansiosa, y todo el mundo se la supone guardada en un estuche de
terciopelo, y ya sin oírla, la ve brillar, la ve refulgir como esos juegos de
cuchillos plateados en estuche que se regalan en las bodas de rumbo. Después
que la voz suena, la ciudad repite la voz, como un eco. Una ciudad que haya
tenido tenor por varios días tiene derecho a un smoking vitalicio.
Yo recuerdo ahora que al llegar yo a Cádiz
cantaba el señor Schipa, otro tenor. Toda la bella ciudad andaluza estaba en
derredor de la voz del señor Schipa. Pero yo me pasé la noche sonriendo delante
de la estatua del señor Castelar y preguntándole al sereno: ¿Cómo es posible que
este señor Castelar tenga los bigotes tan, gordos? ¿Cómo esta gente está preocupada
con el señor Schipa y no piensa que los bigotes del señor Castelar son dos
sogas embreadas...? Mi inquietud por los tenores ha sido siempre una terrible
inquietud morbosa.
Un amigo aficionado a tenores me contó un
pequeño episodio de su vida sentimental. Este amigo iba una vez en una góndola por
el canal de Venecia. ‘No es preciso advertir que era noche de luna. La góndola
se deslizaba suavemente como se desliza en los cromos de Venecia que vemos en
las galerías cursis. El amigo estaba encantado. El gondolero le enseñó el
palacio de los Dux, pero como el amigo no sabía quiénes fueron los Dux, miraba indiferente
el palacio. La góndola corría, leve, como un cisne negro, por las aguas del
canal, y de pronto el amigo oyó el sonido de un piano. Unas manos de oro
tocaban y una maravillosa voz de tenor cantó el "Spirto gentile". La góndola donde
iba mi amigo se estremeció por la sacudida violenta que dio mi amigo al
escuchar el canto. Y mi amigo vio entonces cómo la casa de los Dux se tambaleaba
y vio la voz salir, la dulce voz, como el humo luminoso de una pipa gigante, a
perderse en la blanca luna veneciana. El amigo cuenta este episodio todas las
noches en su rebotica. « ¿Quién pudo ser aquel tenor prodigioso?», se pregunta
siempre. Yo le he dicho: «Posiblemente un dentista aficionado».
Y es así por todas estas graves cosas mi
aversión a los tenores. Yo me los he imaginado siempre con un refistoleado
aspecto de "corbeille" o con la apariencia de un peluquero que lleva incrustado
en su cabellera el peine de la clientela. Este peine es una fermata disecada.
Digo que yo no oí jamás tenores. Era una de
mis íntimas glorias. No sé si mi funesta condición de insulario bien harto de soledades
pudo influir para el afincamiento de esta aversión. Quizás. Por eso acabo de
ser azotado con el desprecio local, porque ahora-en unas fiestas que se han
celebrado para conmemorar una conquista católica-, al llegar un tenor a la
isla, me aventuré a apostrofar al rizado elemento lírico. Yo había querido que
con este pretexto de la conquista hubiese venido a vernos el autor de "Paradox,rey", pero la sociedad elegante prefirió un tenor. Realmente, con el señor
Baroja otro gallo les hubiera cantado. El gran espíritu del vasco huraño tiene
unos calderones demasiado broncos.
Vino el tenor, amigo. Era un tenor del Real,
de Madrid. Un tenor del Real es una nota de cultura. Es una cosa tan suave como
unos calcetines de hilo de Escocia o como un físico. El tenor, sobre tenor, era
abogado y a más de estas dos cosas, italiano. Cantó. La glotis del tenor del
Real era una glotis desmesurada.
Salía esta voz con una amplitud de aeroplano
triunfador. Era una voz aviadora. Todas las barberías del universo
regocijábanse en medio de esta maravillosa voz, que era como un inmenso río de
agua colonia.
Pasó el tenor. Desde mi salvaje observatorio
le he visto pasar. Una noche que el tenor cantaba, la ciudad entera se llenó de
humores de tenor, las aceras tenían grietas de voz de tenor y las casas se
agrietaron también por la voz, con el consabido fracaso de cristales. La brisa
era la voz del tenor. Y un inglés que cruzaba por la calle mientras cantaba el
tenor, estaba como cubierto de confetis musicales, con ese triste aspecto del
hombre sencillo y serio a quien alcanza de lejos los confetis de una
carnavalada en la que él no ha intervenido.
Los arenales africanos, Callados y negros,
tenían un silencio de ecos nonatos. Ecos que no podían salir porque la voz del
tenor era una infinita armonía sobre el silencio. Un perro agachaba el rabo
porque la voz del tenor le hacía cosquillas en el ano. La voz era como una
arena invisible, un rocío de repercusiones líricas. Y la voz sonaba en todos
los sitios; salía de una cloaca, de un albañal. Los pájaros huían en bandadas por
la voz, que irrumpía en las copas de los árboles. Y todo era voz, voz, voz. La
costra planetaria resonaba como un disco de celuloide.
Y yo, en medio de mi soledad, soledad anticuada
y sin recursos; sentía estremecer el corazón. Y como todos los rincones eran
albergues para la voz que salía de aquella glotis hercúlea, mi corazón huyó
hacia más remotos lugares: las estrellas. Navegó por el más alto de los
silencios, por el luminoso silencio de la vía láctea.
Pero en la vía láctea, amigo lejano, en la vía
láctea no se podía reposar tampoco, porque el rumor de la voz llegaba hasta el más
recóndito lucero; la glotis repercutía allí, resonaba allí mismo, con esa agria
vibración nerviosa que tienen los alambres del teléfono cuando cruza bravamente
hacia los montes azules, el viento marino...
[3-VI-1921]
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