La ruleta
es un artefacto más interesante que el aparato de relojería que suele tener un
ministro conservador bajo el cráneo. Un ministro español podrá hacer sonreír de
significativo modo a un extranjero, porque es palpable la inferioridad de un ministro
español con relación a otro ministro de una nación cualquiera. Pero la ruleta
española es totalmente igual a la francesa, la británica o la itálica. Sólo
podemos nivelarnos totalmente con Europa por el grato vicio de la ruleta. La ruleta
es, en realidad, la verdadera y secreta Sociedad de Naciones. Es como una larga
mesa de conferenciantes silenciosos. Yo voy a hacer unas cuantas divagaciones
delante de la ruleta española, aún sin ser jugador.
Toda ciudad que alardee de turismo necesita su
ruleta, la universalidad de su ruleta. Un paisaje local, sin previa ruleta, nada
significa. Una cocota trashumante ha de tener para su viaje el animado
atractivo de su ruleta. El paisaje, la serenidad o exaltación de un paisaje,
depende de la preparación que haya tenido el viajero con su ruleta. Un viajero
iniciado podrá recibir todas las sorprendentes apariciones del paisaje, después
de consumado el aperitivo de su ruleta. Las pequeñas Sociedades de provincia
que celebran bailes en honor de todos los marinos del mundo han de conservarse
ruleta, para el sostenimiento de esta tradición, donde se suelen gastar los
miles de pesetas que ha dejado el francés, el inglés o el americano en el verde
tapete de la ruleta.
La peseta, por otro lado, esa peseta española
de clases pasivas, adquiere, por virtud de la civilización de esta ruleta, un
valor igual a la moneda extranjera, y aunque después, amontonada con las demás y
fuera del prodigio del tapete torne a su prístino valor, esto es, a su modesto
valor de cuarto viejo, en tanto rueda sobre los números y las largas paletas la
cobijan, es tan ilustre como el chelín o el centavo yanqui. Los ministros de
Hacienda en España no han podido caer todavía en el secreto del saneamiento de
esta peseta.
La ruleta es el motivo de emoción más universal y más eterno. En períodos de simbolismo, de impresionismo o de
cubismo, las sensaciones de los hombres se rebelan, se desconciertan y cambian.
Ahora, una emoción romántica nos huele a humedad de salón antiguo y cerrado,
pero la emoción de la bola es perenne. El artista de la bola supo llegar, desde
luego, al corazón de la muchedumbre, sin educarla nada.
La ruleta es cultura. En España más que en
ningún sitio. Acaso lo único de cultura popular. Las ciudades en España se
trazan, las que se trazan, con dinero de ruleta; los paseos se arreglan con
productos de la ruleta, y las claras sopas de los hospitales y hasta las
procesiones de Semana Santa son mantenidas por la ruleta. La Policía también no
se desmoraliza del todo, cuidando, en secreto, la salud y la educación de la
ruleta.
El dinero que se gana con la ruleta es un dinero sano, alegre, frívolo,
que no tiene ese antipático sudor de la frente y es un dinero que circula con
cierta elegante despreocupación; un dinero que toma el aire y se nutre, y todas
las cosas alegres de la vida las hace sonar con sonido de cascabeles de plata.
Alguno suele matarse por pérdidas de dinero, pero esto está bien, porque al fin
se mata y es lo que a la humanidad le interesa.
Interior del Gabinete Literario
El dinero de la ruleta tiene una alegría
sensual y pagana, una alegría, de corta vida, de dioses. Esas fortunas amasadas
en el bajo oficio de la mercadería, fortunas plúmbeas y tradicionalistas, son
las culpables de esta abrumadora prolongación provinciana del planeta. Nada más
grato que el oro que se va o el billete de banco que se incendia.
La ruleta es la bulliciosa madre de todas las
locuras soleadas. Un hombre que salta en un puerto y busca su ruleta en
seguida, es que sabe lo que tiene o quiere saberlo después. ¡Hombre simpático,
el jugador de ruleta! Y aunque el banquero le robe el alma, ya la volverá a
encontrar, pues el banquero, como hombre mujeriego que es, tiene mucha
generosidad y arroja también sus oros por otro lado, con la ligereza de la
bolita y la vertiginosidad de la ruleta niquelada. La ruleta, amigos, es la
sinceridad, y aseguramos que es también la cosa más moral del globo, pues que
desbarata y trunca, con la ligereza de su filosofía, todas esas inmoralidades
de los acumuladores de oro, y abofetea la sórdida avaricia del mercader judío.
Cantemos las excelencias de la ruleta,
aspiremos a ser gobernadores civiles para tolerar todos los juegos de ruleta y
poner más mesas en las ciudades de nuestro gobierno. Una mesa en cada esquina,
una mesa también en las puertas de las catedrales para substituir esas otras mesas
que llaman de petitorio, y que no son más que pequeñas ruletas, pero tristes, donde
todo el dinero se deja sin tomar ninguno.
Nuestra ciudad, que es de mar y esta puesta
frente a todas las eventualidades de la civilización, tiene también sus
ruletas. Es acaso una de las ciudades que más ruletas tiene. El dinero que
circula es todo de la ruleta originario. Las corbatas de los pisaverdes locales
y las copas de los belitres indígenas, de la ruleta vienen. Porque el
exportador no compra con el dinero de sus plátanos, sino más bien lo amontona
en libras, guardándolo en su bolsa de kanguro; y el inglés colonizador lo
retorna a Inglaterra de un miserable modo, y todo el dinero que en la ínsula se
gana, no se vuelve a gastar más. La ruleta lanza el resto, y así vemos cómo
cinco duros que por casualidad llegan a nuestros bolsillos se inquietan en él, tiemblan
en él y están como nerviosos del calor del vientre, y al fin se escapan y
saltan sobre la mesa de mármol de un café para doblarse en monedas mínimas....
Los americanos, los franceses, los ingleses
viajeros sacuden nuestra alegría, sembrando sobre los tapetes verdes, en las
solitarias madrugadas atlánticas, toda la fortaleza de su universalidad. Nos
civilizan los jugadores de Europa. La cocota, pintada, deja un vago perfume de
bulevard, un grato rumor de despreocupación europea.... Y así vienen todos,
todos... hasta del Oriente lejano.
Del Oriente. La ruleta había de ser también
lazo con el Oriente.
No podíamos suponer que la ruleta, tan nuestra
-no sabemos si fue español el invento; mas merecía serlo-, podía traernos una curiosa
alegría del Oriente. Pero el puerto está ahí. Llegaron un día unos japoneses
chiquitos, en un barco moderno y occidental. Llegaron y, como siempre, saltaron
con unos hongos terribles. Pero debajo de los hongos, mucho más abajo, traían
su combinación preparada desde Tokio. Y así vimos correr la seda, el oro y el
raso confundidos....
Los ojos lineales, como las viejas monedas de
su país, tenían una diminuta luz de farolillos de papel, y ellos, los hijos del
Sol, mal pulidos, como amuletos manoseados, se sentaron en derredor de la larga
mesa silenciosa.
¿De dónde sacaron el oro...?. Parecía que eran
ellos mismos de carne de oro y se iban cortando a pedazos. Las horas corrían
con una frialdad extraña, sembrando de temblores supersticiosos el alma de los
jugadores de Occidente. Perdían a manos llenas; mas no se les podía descubrir
la emoción, porque habían colocado delante de sus almas como un triple biombo,
donde estaba bordado en oro un enorme ibis sagrado. La sensibilidad de esos
limpios paisajes recortados, esos paisajes japoneses de las montañas curvas y los
lagos fregados. Los lagos que un pintor de juguete pintó como si estuviera
contento...
¡Cómo se alegraba la ruleta con los alegres
colores de los hombres chiquitos...! Era así más universal y tenía un ambiente de
templo, donde un idolillo redondo y brillante, como un buda, prometía y daba la
felicidad en la tierra misma.
Los alemanes reían, enseñando unos dientes de jabalí limados; los franceses se mordían los labios como cocotas sabias; los españoles
tenían un ceño de inquisidores católicos, porque perdían con los japoneses y,
claro, atribuyeron la mala sombra al amuleto nipón...
Sólo un inglés, largo como el Támesis y
egregio como una columna de humo de una fábrica de Manchester, sonreía bien y guardaba
sus libras... ¡sus propias libras, que regresaban del «viaje largo»...!
Y entre los labios rojos de "gin" parecían
sonar unas palabras flemáticas y oportunas:
-¡Ah, esto debe ser lo que les sobró de los
últimos acorazados...!
[25-VI-1921]
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