Vistas de página en total

sábado, 24 de agosto de 2013

"Insulario", de Alonso Quesada/Panorama espiritual de un insulario - VILLAESPESA, EL CALIFA




 Lo primero que se distingue ahora en este amable poeta luminoso es la mano: una mano constelada de anillos de esmeraldas y diamantes; como si estuviera adormecida de aquel sueño precioso. Como sorprendida de aquel inesperado premio de fastuosidad. ¡Ella tan sobria y desnuda antaño...!
 Villaespesa, como un príncipe sarraceno, acaba de pasar por la isla. Ha representado sus dramas, un poco violentos y desusados. Pero con los viejos recuerdos de su lirismo juvenil. Granada, Madrid, Sevilla. Los mismos anillos de sus manos sonando en los versos.
 El poeta se pasó las horas africanas intentando dormir siestas, rodeado de una familia enorme, y de diecisiete secretarios superpuestos. No ha dicho nada a causa de su constante embriaguez de millonario. Lánguidamente habló de América algún instante. Después estuvo como Segismundo en el palacio. Para él la vida ha alcanzado ya su verdadero sueño.
 Villaespesa tenía para nosotros una leyenda turbulenta. Una leyenda graciosa, de secretarios, de cenas de bombones, de revistas ocultas de ingenio y de osadía. Hay en las galerías de su recuerdo un traje de moro, estropeado y sucio, que le trajo un amigo del África, traje que fue siempre inempeñable, con el cual se cubrió el poeta muchos días: los sentimentales días de su viaje sentimental. Traje inmortal, que un diplomático americano de melenas venezolanas le vio lucir por las calles de la corte. Entonces. Villaespesa decía unas mentiras maravillosas a los diplomáticos americanos y estos diplomáticos se las tornaban en sus propios sueños. Literatura modesta.
 Recordemos que Villaespesa fue muchos años el embajador de América en Madrid; el cobijo sonriente de toda la América literaria. Los poetas americanos se daban entonces un auto-banquete diario, mientras Villaespesa hacía como que se los ofrecía él. Villaespesa se llevaba después los literatos, como Colón sus muestras humanas, a la casa de un aristócrata que hacía libros, donde la vieja marquesa de La Laguna asistía. Y en aquellos tés fantásticos y salvajes los poetas americanos recitaban los versos a la Marquesa, en tanto la Marquesa se fingía en un sueño, remada por las criollas estrofas.
 Villaespesa fue siempre el hombre espontáneo y cariñoso de la vida. La vida era entonces una cosa de alcázares de perlas en el aire, de piedras preciosas soñadas, de jóvenes que arribaban a Madrid, como geniecillos, de toda la baja Andalucía o de las ásperas montañas del Norte. Villaespesa los cubría con el manto de sus revistas y bordaba sus revistas con todos los versos gratis de España. Villaespesa era el espíritu gratis que se daba a todo el mundo con la facilidad y la amabilidad de sus propios sonetos.
 Estos días, que eran como de balde, ya pasaron. Un secretario del Villaespesa de ayer no comía y tenía que dejarse pegar. El poeta los bautizaba con nombres históricos y así fueron desfilando por la pintoresca casa, la más alegre fauna de la literatura económica. Toda América. Casi toda España. Nosotros siempre habíamos visto a Villaespesa en el turbio fondo de los salones de sus revistas, en el oscuro rincón del cuarto de sus casas de huéspedes... ¡Casas que se significaron por su personalidad sonora, se engrandecieron por ese honor del grande hombre sospechado, el grande hombre que él mismo apabulla al patrón no pagándole de un modo teatral y elocuente!
 Villaespesa, tan bueno y tan interesante, se esfumaba en nuestro recuerdo, detrás de un montón de hombres pequeñitos a quienes él aleccionaba con una tranquilidad inaudita de rey árabe. Villaespesa tenía en aquellos días un ejército de discípulos, como Rafael, a quienes les puso un prólogo en cada libro; un soneto diferente que siempre era el mismo; el soneto de Villaespesa en que nos juraba el gran porvenir del prologado. Todos estos hombres han muerto ya cubiertos por la losa del soneto. Nada de esto costaba dinero, era gratis como el cielo, el mar y el monte. Gratis los secretarios, los banquetes, los prólogos, los sueños... Las manos del poeta desnudas de anillos se extendían proféticas sobre tanta cabeza soñadora. Y el cotidiano vaso de café y el caramelo brillante eran las alternativas del dulzor y del amargor de aquella vida difícil...
 Pero ya se acabó este pasado. Mejor. No se acabó todavía. Es lo mismo que ayer, pero ahora cuesta dinero, dinero de verdad. Los caramelos siguen, el café continúa, los secretarios viven cobrando por hoy y por ayer. El oro americano corre en medio de todas las almas. El dólar se ha vuelto romántico. Es poeta, al fin, Henri de Rothschild.(enlace en francés)
 No sé si la esmeralda soñará amores en la mano del vate, pero vive con un verdor primaveral y húmedo. Es como un nuevo poeta americano que se da un banquete con su propio dinero, mientras lo alaba el poeta con una magnífica cortesía sutil.
 Villaespesa cruza la ciudad como un califa fastuoso. Detrás le sigue una corte elocuente y regia de gentes que recitan versos a todas horas, que cantan en todo instante unas borrosas glorias nacionales... Gitanos limpios, llenos de porvenir tropical, con los dramas y los versos rebosándoles el alma y los bolsillos... Caravana sentimental de gente, asoleada de patriotismo, con trajes de terciopelo y corazas de acero y lanzas áureas. Andalucía, Castilla, España, pero una España de perilla zorrillesca, agradable y vivaracha, una España que "no quiere irse", reacia en irse; un poco retórica un poco medieval. España de cortesía, que aún dice "vos, señor" y "vos, señora" y "malhaya" al final de cada romance...
 Han cruzado frente al Atlántico, han desembarcado en el puerto cosmopolita, han subido las rudas montañas insulares y en todo lugar visitado dejaron el destello de una lanza, el opaco brillar de una armadura...
 En las gavetas de las mesas de noche del hotel, sobre las consolas, están los billetes de banco del poeta, cuartillas que se cobran sin escribirse y las cuales contemplan el vate desde su cama como si fueran los programas de sus funciones...
 Y para una factura de diez pesetas, se cambia un billete de mil, y la vuelta casi no se ve porque se pierde en las manos fantásticas de los mil y un señores del Ideal...
 Pero la mano, la mano anillada y rica, la mano americana, de indiano ahíto, guarda el viejo calor de su cordialidad. Y todavía vibra con el dulce sueño de la primera juventud; la mano que atraía los secretarios y la que escribía las bellas palabras de amor. Es una mano que al enriquecerse y vestirse de piedras ricas no ha hecho más que sacar a flor de piel la egregia espiritualidad oculta. Yo he estrechado la mano sin sentir los anillos, como si los anillos estuvieran sólo dentro y el brillar de las piedras solamente fuera un vehemente reflejo de la luminosidad interior...
 Pasó el poeta con un secretario efectivo y todos los viejos secretarios de honor, repartidos con cargas de administración y archivo. Y como remate de la caravana pintoresca, un negro, un negro esclavo que sale en los dramas de comparsa y siempre se ríe con su risa blanca, ante las muertes de los personajes, con una risa confianzuda y descarada, como hombre que sabe la verdad de aquellas heridas momentáneas y espectaculares.
 El poeta realizó sus sueños. Sus ojos se pierden en el camino del mar. No sabe ciertamente cómo es el camino. Echado en un diván moruno dicta órdenes a los favoritos, unas órdenes vagas, absurdas, líricas...Después cierra los ojos para sentir los destellos de sus sortijas...
 Pasó y dejó una larga huella de sonrisa policromada... Y un recuerdo de Cádiz que es el más justo retrato de su alma andariega y generosa.
 Es así el recuerdo. Un final para su glorioso viaje.
 Secretario... ¿Cuánto han de costar los pasajes de la compañía para Canarias....?el secretario contesta que de cuatro a cinco mil pesetas costarán.
 Y el poeta, entonces, da cinco billetes grandes, como cinco tarjetas de visita, en un tono de príncipe displicente y egoísta.
 Pero cuando el secretario vuelve con quinientas pesetas que sobraron, el poeta, afianzado en el muro de sus sueños, se sorprende y exclama: ¡Ah!, devolviéndole el billete. Y la voz resuena cálida, dormida, como desde el fondo de su antiguo hogar: ¡Cómo! ¡Le han sobrado a usted 500 pesetas! Pues quédese, quédese con ellas por haber conseguido más baratos los pasajes...


[23-VII-1921]


No hay comentarios: