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jueves, 31 de octubre de 2013

"Insulario", de Alonso Quesada/ Panorama espiritual de un insulario - EL HUMO SIMBOLICO






 Pasó por el horizonte con una ligereza latina. Parecía un bergantín portugués. Pero al fondear en el puerto ya se oyó cierto ritmo militar. No olvidado todavía, en las anclas, en los hombres de a bordo... Hubo una pausa cuadrada, una de esas pausas de profesor de geometría trazando silencioso un cuadrado en la pizarra... Después saltaron a una marcha cuarenta mozos iguales, de la misma edad, como nacidos todos de una misma madre, el mismo día... En el muelle se les conoció la marca: «Made in Germany»... Eran guardias marinos teutones...
 ¿Cómo? ¿De dónde venían? Parecían llegar de muy lejos, de antes de la guerra. Los rostros lampiños, las figuras aseadas, limpias, daban la impresión de haber sido cuidadas, escondidas durante la guerra. Ni una huella fatigosa, ni un tachón en la frente, ni una cicatriz en la cara. Las piernas sin cojera, los brazos sin manquedad y los ojos sanos, al mirar como sorprendidos de los caminos nuevos, inocentes, ante las barbas isleñas y los brazos peludos y negros de los indígenas que cargan los huacales. Eran unos mozos de porcelana barata, de valor de marcos -de miles de marcos-, pero que al curtirlos el sol africano reducían el precio en un sencillo cobre español... ¿Era posible que los mozos tuvieran ya -tan robustos y nutridos, todavía- un valor tan ínfimo...?
 Cruzaron la calle, sin olvidar el gesto del cordel que les movía los brazos y las piernas. Eran como mujeres, -de tímidos e imberbes-, un coro de tiples cantando una opereta vienesa. No tenían mar como los marinos ingleses, que abren las piernas y caminan ladeados como si aún mantuviesen en tierra el equilibrio del barco; no olían a mar, ni en las lanudas camisillas se notaban esas gotas del agua del mar que queda de huella, porque había un polvo invisible de la última ruta terrestre que se fija y se aclara con el agua...Todo lo traían nuevo, aprendido, bien aprendido. La limpieza era una lección, la blancura también...
 Alguien dijo -el cónsul sin duda- que eran marinos mercantes. Que el barco era mercante y que aprendían solamente a navegar en él... Los mozos, ¿qué iban a aprender si ya semejaban saberlo todo de viejo, desde los tiempos de sus placentas correspondientes...? Pero el mar no les daba olor, como a los ingleses. Los mozos teutones no tenían olor definido. El olor teutón es imitado y falso. Al pasar por el mar dejan sólo una huella lavada, como la lluvia... Al saltar en el muelle tenían el brillo y compostura de unas motocicletas acabadas de desembalar...
 ¿Eran marinos mercantes...? ¡Bien! Yo les vi pasar por mi estudio. No miraban con los ojos, se miraban con los oídos: iban recorriéndose con los oídos el cuerpo y hacían sonar dentro las miradas de los demás. No había uno distinto. Tenían pechos de mujeres púberes y las bocas pequeñas, iguales, como rojos puntos de silencio. Puntos de sangre, las últimas gotas de sangre que saltaron...Pasaron con cruces de hierro en el pecho. ¿Cómo era posible si no tenían huellas de haber sido ahumados, si la carne era fresca sin señal de campaña larga y penosa...? Por un momento los creímos ver dentro de los submarinos resguardados del sol, y esa misma limpieza conservada, esa actitud de hombres en conserva, podían justificar la sospecha de los submarinos... Eran quizás como pescados en conserva, como sardinas en aceite, pues llegamos a verlos brillar en plata como las sardinas de Nantes... ¡Eran los de los submarinos! La igualdad, la perfecta semejanza de los cuerpos y los rostros la habían adquirido de estar apretujados en los submarinos, en las latas de los submarinos. Por eso tenían cruces de hierro sin cicatrices y sin piernas truncadas...
 Traían un comandante y unos sargentos y todo lo hacían con aire de gran maniobra. Sonaba una banda por las tardes y aunque el barco era ligero se oían golpes de hierro sobre cubierta. ¡El chocar de las cruces con el venerado recuerdo del canciller...!
 La ciudad, sin embargo, se tragó lo mercante. Yo vi al mandarín del barco y creí reconocerlo. Era el alemán que aparecía de noche en el mesón alemán del puerto, ese alemán que no era de la colonia, y que nadie sabía dónde vida... El alemán del submarino que aprovechaba las sombras y la idiotez hispana, para saltar en aquellos días en que los submarinos llegaron a rozar las playas neutrales del islote.
 Era el viejo enemigo que ahora se volvió mercante para saltar con luz de sol...
 La ciudad, melodramática como toda ciudad hecha a base de pasodobles, lloró en secreto ante el temor de que no fueran realmente hombres de guerra...
 Pero eran mercantes. Se les notó al fin en las compras y en que adoptaron un aire civil en los diálogos... ¿Y las cruces de hierro? ¡Oh, podían utilizarlas como escapularios...!
 Nos acompañaron siete días. La banda toco en un parque de la ciudad tan mal, que no había duda de que eran mercantes. Ya parecía que no se acordaban del horror pasado. Alemania era ya un país solamente comercial.. .
 Y tanto se empeñaron en demostrarlo, que un club local los invitó a pasar una noche de alegría. Y le dieron cine, baile y champagne. Fueron tan civiles que en el baile bailaron unos con otros, con tal amañamiento y gracia que semejaban ondinas...
 El comandante brindó por la paz del mundo y por la prosperidad de Alemania arrepentida... Y como el brindis fue sincero, los hombres del club quisieron ofrendarle con un recuerdo más satisfactorio...
 Y he aquí que se apaga la luz y se enciende la pantalla. Y Faty aparece cortándose los bigotes a lo Káiser... ¡Entre el asombro general, los mozos se levantan súbitos, como un solo mozo y a una voz misteriosa del comodoro abandonan el salón, ofendidos...! ¿No habíamos quedado en...?
 ¡Ah! Yo vi después, al siguiente día, alejarse hacia el horizonte el gracioso barco... El humo del barco parecía salir de las doscientas cabezas ultrajadas...

Las Palmas, diciembre, 1921 [4-12-1921]


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