MUELLE GRANDE (1914)-HERMANN KURT
Pasó por el horizonte con una ligereza latina. Parecía un bergantín portugués. Pero al fondear en el puerto ya se oyó cierto ritmo militar. No olvidado todavía, en las anclas, en los hombres de a bordo... Hubo una pausa cuadrada, una de esas pausas de profesor de geometría trazando silencioso un cuadrado en la pizarra... Después saltaron a una marcha cuarenta mozos iguales, de la misma edad, como nacidos todos de una misma madre, el mismo día... En el muelle se les conoció la marca: «Made in Germany»... Eran guardias marinos teutones...
¿Cómo? ¿De dónde venían? Parecían llegar de
muy lejos, de antes de la guerra. Los rostros lampiños, las figuras aseadas,
limpias, daban la impresión de haber sido cuidadas, escondidas durante la guerra.
Ni una huella fatigosa, ni un tachón en la frente, ni una cicatriz en la cara.
Las piernas sin cojera, los brazos sin manquedad y los ojos sanos, al mirar como
sorprendidos de los caminos nuevos, inocentes, ante las barbas isleñas y los
brazos peludos y negros de los indígenas que cargan los huacales. Eran unos mozos
de porcelana barata, de valor de marcos -de miles de marcos-, pero que al
curtirlos el sol africano reducían el precio en un sencillo cobre español... ¿Era
posible que los mozos tuvieran ya -tan robustos y nutridos, todavía- un valor
tan ínfimo...?
Cruzaron la calle, sin olvidar el gesto del
cordel que les movía los brazos y las piernas. Eran como mujeres, -de tímidos e
imberbes-, un coro de tiples cantando una opereta vienesa. No tenían mar como
los marinos ingleses, que abren las piernas y caminan ladeados como si aún
mantuviesen en tierra el equilibrio del barco; no olían a mar, ni en las
lanudas camisillas se notaban esas gotas del agua del mar que queda de huella,
porque había un polvo invisible de la última ruta terrestre que se fija y se
aclara con el agua...Todo lo traían nuevo, aprendido, bien aprendido. La
limpieza era una lección, la blancura también...
Alguien dijo -el cónsul sin duda- que eran
marinos mercantes. Que el barco era mercante y que aprendían solamente a
navegar en él... Los mozos, ¿qué iban a aprender si ya semejaban saberlo todo
de viejo, desde los tiempos de sus placentas correspondientes...? Pero el mar
no les daba olor, como a los ingleses. Los mozos teutones no tenían olor
definido. El olor teutón es imitado y falso. Al pasar por el mar dejan sólo una
huella lavada, como la lluvia... Al saltar en el muelle tenían el brillo y
compostura de unas motocicletas acabadas de desembalar...
¿Eran marinos mercantes...? ¡Bien! Yo les vi
pasar por mi estudio. No miraban con los ojos, se miraban con los oídos: iban recorriéndose
con los oídos el cuerpo y hacían sonar dentro las miradas de los demás. No había
uno distinto. Tenían pechos de mujeres púberes y las bocas pequeñas, iguales,
como rojos puntos de silencio. Puntos de sangre, las últimas gotas de sangre
que saltaron...Pasaron con cruces de hierro en el pecho. ¿Cómo era posible si
no tenían huellas de haber sido ahumados, si la carne era fresca sin señal de
campaña larga y penosa...? Por un momento los creímos ver dentro de los
submarinos resguardados del sol, y esa misma limpieza conservada, esa actitud
de hombres en conserva, podían justificar la sospecha de los submarinos... Eran
quizás como pescados en conserva, como sardinas en aceite, pues llegamos a
verlos brillar en plata como las sardinas de Nantes... ¡Eran los de los
submarinos! La igualdad, la perfecta semejanza de los cuerpos y los rostros la
habían adquirido de estar apretujados en los submarinos, en las latas de los
submarinos. Por eso tenían cruces de hierro sin cicatrices y sin piernas
truncadas...
Traían un comandante y unos sargentos y todo lo hacían con aire de gran maniobra. Sonaba una banda por las tardes y aunque el barco era ligero se oían golpes de hierro sobre cubierta. ¡El chocar de las cruces con el venerado recuerdo del canciller...!
Traían un comandante y unos sargentos y todo lo hacían con aire de gran maniobra. Sonaba una banda por las tardes y aunque el barco era ligero se oían golpes de hierro sobre cubierta. ¡El chocar de las cruces con el venerado recuerdo del canciller...!
La ciudad, sin embargo, se tragó lo mercante.
Yo vi al mandarín del barco y creí reconocerlo. Era el alemán que aparecía de
noche en el mesón alemán del puerto, ese alemán que no era de la colonia, y que
nadie sabía dónde vida... El alemán del submarino que aprovechaba las sombras y
la idiotez hispana, para saltar en aquellos días en que los submarinos llegaron
a rozar las playas neutrales del islote.
Era el viejo enemigo que ahora se volvió
mercante para saltar con luz de sol...
La ciudad, melodramática como toda ciudad
hecha a base de pasodobles, lloró en secreto ante el temor de que no fueran realmente
hombres de guerra...
Pero eran mercantes. Se les notó al fin en las
compras y en que adoptaron un aire civil en los diálogos... ¿Y las cruces de
hierro? ¡Oh, podían utilizarlas como escapularios...!
Nos acompañaron siete días. La banda toco en
un parque de la ciudad tan mal, que no había duda de que eran mercantes. Ya
parecía que no se acordaban del horror pasado. Alemania era ya un país
solamente comercial.. .
Y tanto se empeñaron en demostrarlo, que un
club local los invitó a pasar una noche de alegría. Y le dieron cine, baile y champagne.
Fueron tan civiles que en el baile bailaron unos con otros, con tal amañamiento
y gracia que semejaban ondinas...
El comandante brindó por la paz del mundo y
por la prosperidad de Alemania arrepentida... Y como el brindis fue sincero, los
hombres del club quisieron ofrendarle con un recuerdo más satisfactorio...
Y he aquí que se apaga la luz y se enciende la
pantalla. Y Faty aparece cortándose los bigotes a lo Káiser... ¡Entre el asombro
general, los mozos se levantan súbitos, como un solo mozo y a una voz
misteriosa del comodoro abandonan el salón, ofendidos...! ¿No habíamos quedado en...?
¡Ah! Yo vi después, al siguiente día, alejarse
hacia el horizonte el gracioso barco... El humo del barco parecía salir de las doscientas
cabezas ultrajadas...
Las Palmas,
diciembre, 1921 [4-12-1921]
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