Yuntas frente al hotel Metropole (1900)- Foto de Jordao Da Luz Perestrello
En tanto el cronista, menos sutil y menos viajero que Ulises, contemplaba el mar -la barba enterrada entre sus manos- con esa obscura y pesada tristeza del insulario señero; sin sandalias y sin esmeraldas en las correas de ellas, mis bien con unos duros zapatos americanos, mientras así estaba el cronista olvidado y perdido, del otro lado del mar se forjaba una linda historia para sus ojos.
La isla poco divina, pero con luminoso aire, dormía
silenciosa ante el mar casi de un azul mediterráneo. El cronista, con los ojos
perdidos en las aguas brillantes, gemía también como el hijo de Laertes,
removiendo la turbia pesadumbre de su corazón. Porque era un día solo, uno de
esos largos y solitarios días en que todo, tierra y cielo, parece tener quietud
de mar infinito. El amable calor de la mañana atlántica le traía un afán
indomable de sacudir la ociosidad de la isla, lánguida y amorosa, y correr en
pos de un sueño más audaz y magnánimo. La tierra se abriría en la misma raya
del horizonte y los hombres diferentes, de distintas lenguas, le mostrarían la
delicia turbulenta de las multitudes. Era el mar demasiado espeso y la isla una
Ogigia sin reina y sin belleza inmortal. La paz tenía aquella mañana una
incomodidad de cojín chalado. Las cosas perfectas, puras, deben tener esta
misma estupidez de igualdad.
No cruzaban barcos; los extranjeros teman la
novedad aburrida de siempre y las noticias venían lentas también: noticias políticas,
ramplonas; el aire de todas las cosas era como el de esos gabanes largos, estadísticos,
que tienen una abertura pequeña por donde asoman las ridículas bocas de los
pantalones. Olía el ambiente a cosa vieja, idéntica, a esa molesta cosa del
recuerdo invariable, y la barba del cronista, cada vez más hundida en el cuenco
de su mano, iba afilándose rencorosamente y llegó a tener agudeza de punzón, una
taladrante barba mefistofélica... ¡Oh cómo debió serla ansiedad musculosa y
vibrante del viajero griego, en su aromada cárcel...!
Un carro de provincia, un tranvía de
provincia, lejos. Caían en la miel del silencio los ruidos ásperos, apagándose
poco a poco... Nada pasaba hoy por la vida aislada. Ciertamente nunca pasó gran
cosa. El panorama ha tenido para el insulario una entrevisión humilde, que él
fue abriendo de un modo agrio y a veces imaginativo. Pero este día en que el
alma se vuelve aroma espeso, los mismos barcos, las mismas cosas vulgares,
pasaban la provincia con su historia raída, oficial, a nuestras espaldas. Y de
pronto, cuando más barrenaba el silencio, un humo largo y espeso, tres columnas
de humo surgen del mar, en el horizonte. Y luego, tres cabezas de chimenea, y
más tarde las tres chimeneas gigantes y a lo último un barco obeso y
desmesurado...
Se acercó lentamente. El humo se fue
aclarando, con esa alegría del humo que ve tierra; humo despabilado que se
levanta de su litera y envuelve a las chimeneas con la gracia de los tules de las
viajeras jóvenes...
El muelle se fue cubriendo de gente y el barco
gordo, al avanzar, enarbolaba sus banderitas. Los mástiles saludaban con los pañuelos
de sus banderitas. Y cuando ya la acción de los gemelos cesa, comenzóse a ver
la cubierta del barco repleta de cabezas con gorras... ¿Qué podían ser?
Una voz gritó: ¡Los turistas! ¡Los turistas! ¡Ah,
verdaderamente sabíamos de este arribo! Sí. Turistas yankees. Una agencia de
Nueva York volcaba su edificio sobre un barco. ¿Cómo lo habíamos olvidado?
Seiscientos dólares, desde Nueva York a Italia. Un día en Canarias, otro día en
las Azores y luego medio día por las provincias ibéricas. Medio día en Madrid,
medio día en Barcelona. El mundo en cinematógrafo, pero con la película reflejada
hacia fuera. Era el público el que giraba rápidamente ante esa pantalla del mundo
impertérrita... ¡Y mañana...! La Puerta de Tierra gaditana enclavada en el
Paralelo; el Museo del Prado, sobre las rocas de Cuenca y El Escorial, de
Estación en Alcázar... En esta película del recuerdo las cosas se veían así
después en el cuadragésimo piso de Wall St. ¿Cómo se podría separar el recuerdo
de tantos medios días diferentes?
—En Ávila-dirá
una miss- hay una cosa que llaman la Puerta del Sol, donde está un edificio así
como el Capitolio... Con una bola que sube y baja cuando hay crisis. Nosotros presenciamos
una... ¿Y la Italia...? El Vaticano está rodeado de unas cosas muy bonitas que
los catalanes llaman ramblas... Pero no vimos las bombas... Solamente en la Vía Appia había unas cuantas apagadas ya,
Los
turistas traían una espantosa sed panorámica. El primer episodio era esta
tierra; obstáculo del largo mar, posada de todas las rutas. En la cubierta del barco
apuntaron los kodaks. El sutil estampido cayó sobre el muelle rápido con sonido
de resorte de petaca. Y cuando el barco atracó invadieron las escaleras cuarenta
y nueve mil años bien conservados...
El cronista alzó la cabeza y soltó el sostén
de la columna de su brazo. Y sus encandilados ojos contemplaron con sorpresa infantil
el espectáculo...
Pasó un americano de barba de magistrado
español y una anciana absurda con una ancianidad tudesca de provincia del viejo Núremberg... Y oyó el cronista decir que eran setecientos más los que venían.
La gente indígena arañaba con los ojos
asombrados las figuras de los turistas, que montaban en unos automóviles
contratados de antemano por la agencia. Pasaron otras americanas, y entre
ellas, unas solteronas galvanizadas, con unos sombreros de sainete. Pero la
mujer bonita no aparecía. Este barco no traía la mujer bonita de todos los
barcos. Esa mujer bonita que todos hemos visto en nuestros viajes y la cual se
recuerda diciendo: "Venia una muchacha, por cierto preciosa. Y no mareaba".
La agencia debía ser una agencia antigua, como
una caja de ahorros de viajeros. Estos turistas habían puesto en su juventud lejana
dentro de una hucha en forma de barco un largo deseo de viaje. Una cola de
deseos. Allí estaban los deseos hace cincuenta años esperando el turno. ¿Y eran
yankees? ¿Pues cómo esa constancia teutona en aguardar...? Parecían, al saltar,
un ejército de tenderos retirados del negocio... Allí vendría quizás un jubilado
de las máquinas "Singer”. ¿No sería aquél, largo y encorvado como una
"Ese" enorme...?
El barco volcaba toda la vejez de su vientre,
para lucir flamante y luminoso, porque era un barco joven, aunque lleno de
respetuosa tradición. Era como uno de esos jóvenes españoles que hacen versos
de la "raza" y hablan de las viejas palabras de la "raza" y
se saben de memoria todas las senectudes de la "raza". El barco tenía a pesar
de su novedad, una cultura de mediados del siglo XIX. Esa cultura iba saliendo,
pedantemente, para epatar a un pobre ateneo de provincia. Toda la cultura había
ya salido y nosotros no podíamos comprender la intención de aquella agencia
lejana.
Y el muelle quedó vado. Y el cronista buscó un
camino para sus desorientaciones. Y en el camino topóse con Mr. Johnson, el
inglés que le invita con té los sábados y que era el gerente de la compañía
consignatario del vapor. Mr. Johnson nos acogió distraído, pero pudo darnos la
clave de esta pequeña historia, una clave inglesa, desde luego, pueril, pero
cierta.
—Mr. Johnson, ¿ha visto usted a los
turistas?
—No.
—¡Cómo, si ha pasado usted entre ellos...!
—¡Ah!
Todo ha sido un fracaso. Hemos hecho contrato con la agencia de Nueva York para
700 turistas, y nada.
—¿Entonces...?
—Nos
engañaron. Pedimos turistas y nos han mandado a los padres de los turistas...
[26-III-1922]
2 comentarios:
Preste, doy fe de varias cosas:
de lo bien que se está en tu ínsula. Con tu permiso, me quedo;
de que en Ávila, los turistas buscan las ramblas, con ojos confundidos de paisajes con poco tiempo;
y de que me ha salido la sonrisa macabra al mirar tu perfil...jajaja.
Mil besos. Gracias :)
Y yo doy fe de:
De que te agradezco tus palabras.
De que lamento haber tardado en responderte.
¡De qué un día espero darte un beso como una casa!
Publicar un comentario