Fotografía de Alejandro Canetti, tomada por Venancio Gombau Santos
Volvamos a recordar a Alejandro Canetti, ahora
que regresamos con él del Teide. Nos ha llevado al volcán para presentarnos al
sol en la antesala de su casa.
Canetti ha montado en España una oficina
naturista. Ciertamente, él enseña el naturismo como el latín, con régimen. Nosotros,
en cambio, queremos un naturismo sin reglas, independiente y libre. Con este
naturismo de Canetti sale malparada la idea. Vida primitiva, no ejercitar la
imaginación, comer frutas; carne, jamás: lo cual no es óbice para que el propio
catedrático se engulla un bistec sin solearlo.
A veces no tiene Canetti más que un disco: el
disco solar. Yo que soy un hombre magro, he llegado a sentirme achicharrados los
huesos con el diálogo de Canetti un día turbio y húmedo. Canetti no me dejaría
salir a la calle si fuera gobernador. Yo soy un espectáculo antiheliótico. He
pensado, al oírle, en la gran necesidad de crear en España un ministerio de Helioterapia.
Canetti sería un gran Cierva de este ministerio.
Todo el mal de España es porque no aprovecha el
sol; se venden más tendidos de sombra. ¿Realmente le importa a Canetti el sol?
¿Y, realmente, el español va con sol? Porque yo tengo una visión de la
Península quizá un poco arbitraria. Yo he pasado por Andalucía, por Castilla y
por algunas provincias de Levante, y verdaderamente, yo no recuerdo sino hombres
en las esquinas tomando el sol. Y como entonces no conocía a Canetti atribuí el
mal hispánico a estos baños callejeros que Canetti recomienda como salvadores
de raza. Luego, aquello que afirmé de la idea puede ser una cosa cierta.
Pero como Canetti suele ser ameno, y es, sin
duda, un gran compañero de viaje, pues nos fuimos al Teide con él y si no veía
al sol veríamos a Marte, que desde aquella altura de dos mil metros atisba un
astrónomo inglés.
Y allí aparecimos un día espléndido, clarísimo.
No hemos sentido jamás una emoción de naturaleza más maravillosa. El cono de la
terrible montaña se proyectaba sobre un mar infinito, como la sombra de un águila fantástica. Las siete islas brotaban del mar, tímidamente. Eran siete
montoncitos pequeños que podría desde aquella altura apuñar nuestra mano.
Aparecían como en el escudo de Canarias, claro que sin la cursilería del
escudo, pero con una graciosa pequeñez idéntica. Canetti elevó al cielo el humo
de sus cabellos de judío. Los pelos voltearon como espigas al viento y...Canetti
empezó a desnudarse. Yo le miré estupefacto.
Y como soy hombre de catarros y corrientes de
aire, no puedo contenerme:
-Alejandro: ¡va usted a coger una pulmonía!
Rió. Era el sol lo que iba a coger. El
silencio de la altura lo hacía estremecer el aire que pasaba cortando,
silbando, con un largo quejido de cíclope. El sol ardía en los peñascos de
lava. De vez en vez, el ronquido del volcán atravesaba rodando bajo nuestros
pies. Cuando volví a mirar a Canetti, Canetti estaba ya en calzoncillos.
Contemplé el oro de la lejanía. De verdad que
era el lugar y el momento para ofrecerse uno desnudo al infinito. Yo, a fuer de
hombre poético, sentía también que me desnudaba, pero me desnudaba de la piel y
de los huesos. Me quedé un instante desnudo, alegóricamente desnudo, confundido
en aquel sano pudor de la tierra ardorosa. Y el sol me entraba en el ánima y el
viento fue una cuna impalpable y divina para mi espíritu limpio... La voz del naturista
venía a mi oído, como de más lejos: ¿Tiene usted rubor de verme desnudo? Me
volví. Canetti era un Cristo resucitado de la entraña del volcán.
Contesté: Le voy a atar a usted a la inmensa
roca, como Prometeo. Está usted casi mitológico. Pero mientras usted toma el sol
yo me lleno de literatura. Respondió; ¿A esta distancia se halla usted con
ánimo de ayuntar palabras sonoras? ¡Qué quiere usted!-dije-. Me hace falta mucha
naturaleza para desproveerme. Ahora tengo ganas de cantar Wagner. Si usted no
se riera de mí forjaba el “Nothung” en esta magnífica soledad.
No cruzaba un alma. Los guías estaban lejos,
fumando dentro del apeadero. Canetti avanzó como un aprendiz de Vulcano. Yo
continuaba estupefacto. Canetti quería recorrer las veredas desnudo. Había
puesto la ropa en la mochila y la mochila se la había sujetado a la espalda. El
espectáculo se magnificaba. Llegaron después los guías más asombrados y nos
pusimos en camino.
Pero Canetti conocía ya las veredas de otras ascensiones.
Corría por las veredas como un pastor y a veces como un macho cabrío, infladas
las narices por la estupenda sensualidad del viento. El sol caía de lleno sobre
la montaña. Canetti preguntó de pronto por el astrónomo inglés. ¿Y ese hombre
que mira a Marte todas las noches, dónde duerme? Estaba cerca, en un recodo más
alto. Allí tenía sus aparatos y la tienda de campaña donde dormía y se engullía
sus patrióticos roast-beef. Canetti, a larga distancia nuestra, avanzaba dando
voces.
Y las nubes nos cercaron y Canetti desapareció
entre la niebla.
Oímos su
voz perdida, casi del otro mundo. No había palabras para gritar la emoción. Las
palabras antes de salir se las llevaba el viento; la idea misma se evaporaba
dentro, porque los ojos no podían abarcar la grandeza del paisaje. Seguimos
avanzando ciegos. Aguzamos el oído. Acaso en esta misma dirección estaba
nuestra casa. Hubiéramos taladrado el espacio con nuestro oído, como un
prodigioso barreno y no hubiésemos podido nunca alcanzar una palabra de hombre.
¡Maravilloso momento de amor infinito! Yo,
solo, contemplando el dilatado silencio de las nubes, creí que tenía la
eternidad al alcance de mi mano.
Apretamos el paso. Los guías nos cogieron de
la mano. Había que subir con peligro. Y cuando ya escalamos más montones de
lava, el sol vuelve a surgir y la montaña brilla húmeda, dorada y azul. El
rincón de las Cañadas, donde el astrónomo dialoga con Marte, apareció ante
nuestros ojos absortos. Y el astrónomo venía a nuestro encuentro, con una
extraña cara emocionada. Era un inglés de mediana edad, blanco de observatorio
y con una mirada de telescopio que se clavaba en nuestro rostro con sensación
de estilete. Miramos y vimos a Canetti, un poco apartado del inglés, riéndose
con la barriga como un gracioso del teatro español, agitando la mochila que le
salía del hombro con una magnitud de joroba absurda.
El inglés, en un tembloroso castellano, nos
dijo señalando a Canetti:
-¿Estaba o no estaba habitado Marte?
[10-VIII-1922]
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